Las Comidas de la Aldea
Relato en este artículo las comidas consumidas en los años 50 en la parroquia de San Cristóbal de Armariz.
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La comida se considera un bien de primera necesidad, y como
tal, esencial para la vida. Es un derecho social al que todo el mundo debe
tener acceso, incluso a cambio de nada. Ésto último no siempre ha sido así, a
pesar de que la Declaración Universal de Derechos Humanos en su Articulo 25.1
establece lo siguiente:
Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado
que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial
la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios
sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo,
enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de
subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad.
La Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobados por
la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, después
de un conflicto tan devastador como fue la Segunda Guerra Mundial, fija un
marco de derechos para un mundo más justo en el que todos puedan desarrollar su
potencial y realizarse como personas. Como aspiración y meta es algo que creo
acepta toda persona de bien, pero su consecución se hace harto difícil en un
mundo lleno de egoísmos y conflictos.
En la España de la posguerra, con el bloqueo internacional,
un país devastado por tres años de guerra civil, y unas estructuras económicas
arcaicas, heredadas del retraso secular respecto al resto de Europa y de los
conflictos bélicos y políticos que jalonaron todo el siglo XIX, esa aspiración
de los derechos humanos estaba muy lejos de ser una realidad. Lo cierto es que
en España se pasó hambre y privaciones severas en los años 40, especialmente
hasta 1945, mejorando después progresivamente hasta la eliminación total de las
cartillas de racionamiento en 1952. Afortunadamente ya en los años 50, cuando
yo nací, había pasado la hambruna y normalizado la situación, pero yo aun
recuerdo haber visto guardadas en un cajón, en casa de mi abuelo, las famosas
cartillas de racionamiento que luego eran un simple testimonio de tiempos más
difíciles.
En un pueblo agrícola como era el nuestro, basado en el
autoconsumo, no deberían haber padecido tantas carencias. Sin embargo se
sufrieron como en todas partes, porque debía entregarse parte de la cosecha y
otros productos a la Comisaría de Abastos, que era el organismo que regulaba
luego la distribución de estos productos a través de los cupones de las
cartillas de racionamiento. Años muy difíciles e injustos que nunca está de más
recordar para no repetir errores pasados. Nada se tiraba y todo se aprovechaba.
Si un trozo de pan se caía al suelo, se recogía, se besaba y se comía. A veces
produce sonrojo ver como hoy en día se tiran toneladas de comida, por simple
capricho, mientras en una gran parte del mundo hay gente pasando privación de
lo más necesario. Estos hechos deberían llevarnos a reflexionar sobre los
valores de nuestra sociedad.
Las necesidades realmente básicas para sobrevivir son el
alimento, el vestido y la vivienda y a su consecución dedica una gran parte de
la humanidad todo su tiempo y esfuerzo. También en nuestro mundo desarrollado,
no hace tantos años, estábamos en la misma situación. En muchas economías de
subsistencia, donde se producía solo para el autoconsumo, todo el trabajo iba
encaminado a generar los alimentos necesarios para poder comer, generando un
escasísimo excedente, que se comerciaba en el mercado local, lo que permitía comprar
aquellos escasos bienes que no se producían en el entorno familiar.
En el caso concreto de la Galicia rural, el único excedente
producido por la economía familiar, y por tanto fuente de ingresos monetario,
era la venta de algún ternero, cerdo o gallina, complementado en la posguerra con
la venta periódica de madera de los bosques de la familia, en un tiempo en el
que aun producía algún ingreso extraordinario. Bajo esta perspectiva, todo el
trabajo de la familia se utilizaba para sembrar y recolectar las cosechas, que
se consumían en su totalidad, tanto en la alimentación humana como del ganado,
que a su vez facilitaba la carne y la leche que completaban la dieta
disponible. No es de extrañar que tradicionalmente los hombres del campo
gallego emigraran, al menos temporalmente, para generar unos recursos
monetarios, que sirvieran para completar las necesidades de vivienda y alguna
pequeña liberalidad.
En este contexto cabe analizar la alimentación que se
consumía durante la posguerra, que se limitaba casi exclusivamente a lo
producido en el entorno familiar. Los productos comprados en la tienda local se
limitaban generalmente a aceite, azúcar, café, alguna lata de conservas, algún
licor, tabaco, raramente macarrones, arroz, algunas especias y poco más.
Los productos obtenidos de la tierra eran altamente
ecológicos, con abonos orgánicos naturales y libres de pesticidas. Hoy serían
considerados de excepcional calidad y su sabor así lo acreditaba. La alta
calidad conseguida no proporcionaba una satisfacción equivalente para la gente del
pueblo que los consumía. El problema radicaba en la monotonía de la
alimentación, por la poca variedad de los productos disponible y la poca
sofisticación culinaria. Los platos consumidos se limitaban a repetir lo
aprendido de generaciones anteriores, sin mucha imaginación, con escasísimos
utensilios y con un equipamiento en la cocina que hoy nos preguntamos cómo era
posible que allí se pudiera cocinar algo en condiciones.
La cocina era el centro de la vida familiar. Allí se
preparaba la comida, allí se comía e incluso allí se recibía a las visitas, lo
cual tiene su lógica, ya que en un lugar tan frío y húmedo como es ése, era la
única pieza de la casa con fuego y calor. Cuando no había televisión, ni radio,
ni luz eléctrica, la familia se sentaba alrededor del fuego durante horas en
las largas noches invernales, contando historias, proyectos, trabajos e incluso
los cotilleos de la aldea. Esta convivencia era la auténtica escuela de la
vida, donde los más jóvenes, desde los primeros años, iban oyendo y aprendiendo
de los mayores sus historias, tradiciones, experiencias, y en definitiva,
actitudes y valores para la vida que luego tendrían que afrontar en su edad
adulta.
Cocina económica - Modelo Bilbao |
Cuando yo era niño ya la mayoría de las casas tenían cocina
económica, que consistía en una cocina de hierro fundido, fabricada en Bilbao,
donde se cocinaba a una altura normal, como hacemos hoy en día, y no en el
suelo como más antiguamente. Estas cocinas aprovechaban mejor el calor al
concentrar el fuego bajo los fogones, calentaban agua para fregar al mismo
tiempo en el calderín que incorporaban, e incluso tenían un horno para los
asados, producían menos humo, ya que contaban con una chimenea a través del
tejado y se conservaba la estancia caliente y en unas condiciones mucho más
higiénica y confortables. Supuso un avance importantísimo para el trabajo y la
higiene doméstica. Estas cocinas se empezaron a producir y generalizar su uso
en España a comienzos del siglo XX, aunque el concepto y su uso en el mundo
desarrollado fue bastante anterior.
La aparición y uso de las cocinas económicas no eliminó la
que había sido durante siglos la cocina de todas las casas rurales, la lareira.
Consistía ésta generalmente en una piedra rectangular en el suelo, situada
normalmente en una esquina de la estancia, a veces algo más elevada que el
resto del suelo, otras veces a ras del suelo. Sobre esta piedra se encendía el
fuego en el que se cocinaba para las personas y para los animales. Se
utilizaban grandes calderos, pucheros o potes de hierro fundido u otras ollas o
cazuelas metálicas resistentes al fuego directo. Se ponían sobre el fuego sobre
unos trébedes o trespés. Algunas lareiras también tenían una cadena que colgaba
del techo sobre el fuego que permitía colgar los calderos a la altura deseada
sirviéndose de un gancho.
Encima del fuego de la lareira también estaba el canizo, un
falso techo de maderas con aberturas entre unas tablas estrechas que permitían
pasar el calor y el humo y sobre las que se colocaban las castañas para secar y
obtener las castañas pilongas. Debajo del canizo había suspendidos dos palos a
ambos lados que servían de apoyo a otros que se colocaban trasversalmente sobre
los que se colgaban las ristras de chorizos, el unto o cualquier otra parte del
cerdo para secar. Esta función de secado de los embutidos y castañas hace que
todavía hoy muchas casas rurales conserven un espacio reservado a la lareira
para hacer fuego y humo para cumplir esta función tan necesaria para conseguir
el sabor y calidad tradicionales.
Al lado de la lareira solía haber un largo banco con
respaldo, hecho por el carpintero local de madera de castaño, de alguno de los
árboles de la casa. Se completaba el mobiliario con alguna silla y taburetes,
una larga mesa también de madera de castaño, normalmente cubierta con un hule blanco
con cuadros rojos, que era usada para la comida familiar, con bancos sin respaldo
a ambos lados. Para terminar, podíamos encontrar también una alhacena o “alzadeiro”
donde se guardaba la vajilla. Las sartenes solían colgarse en la pared. En
algunas casas esa mesa era más pequeña y se plegaba sobre la pared por una
bisagra fijada a la misma, y un píe en el extremo opuesto, también plegable.
Otro
elemento que encontrábamos en la cocina o en la pieza contigua era la artesa.
Esa gran arca era un auténtico armario, guardando el pan de la hornada semanal,
las alubias y garbanzos, las castañas pilongas , e incluso alguna cazuela. La
tapa se abría sobre las bisagras que la fijaban de un lado, contando incluso
algunas con una cerradura en el otro lado. Una vez cerrada servía de mesa o de
lugar de trabajo de las labores de la cocina o del hogar. En tiempos antiguos
muchas de estas cocinas no tenían chimenea, con lo que el humo debía salir a
través de la propia puerta. Las puertas no ajustaban bien, muchas veces
gastadas y remendadas repetidas veces, incluso con un agujero en su base para
permitir el paso del gato. Estas condiciones de aislamiento hacen suponer que
el confort no era mucho. Las paredes estaban negras por el humo y el frío entraba
por rendijas de las puertas y a veces picaban los ojos por el humo del fuego. Uno
podía calentarse por delante alrededor del fuego, pero la espalda estaba fría.
Voy a repasar a continuación los alimentos habituales de los
años de la posguerra, donde a medida que pasaban los años se iban abriendo a
nuevas posibilidades, pero que hasta finales de los años 50 variaron muy poco
respecto a décadas pasadas.
Esta relación de platos tradicionales de mi aldea no es un
libro de cocina o recetario de comidas, que para eso hay otras páginas especializadas
en cocina donde variada y detalladamente explican la elaboración de cualquiera
de estas comidas o su adaptación a la vida y gustos actuales. Pretendo solo
relatar lo que se comía y como se preparaban las comidas en aquella época que
yo viví en mi niñez en los años 50.
Comenzando con el desayuno podemos decir que las papas
constituían el alimento habitual por la mañana. Las papas se hacían con harina
de maíz, agua y sal. Se añadía al agua hirviendo con sal, la harina poco a poco
a medida que se removía para evitar grumos. Cocía unos 15 ó 20 minutos, a fuego
lento, removiendo para evitar que se pegara, hasta que tenía la consistencia
adecuada, como de un puré espeso y empezaba a echar burbujas espesas, haciendo
plof, plof, que si te salpicaban veías las estrellas del quemazo. Se consumían
acompañadas de leche fría, o de leche mazada.
La leche mazada se hacía poniendo la leche ordeñada en una
olla de barro grande cerca del fuego para conseguir que fermentara. Cuando ya
cuajaba se mazaba en la olla con la rodela, separándose la grasa del suero o cuajo.
Esta grasa se retiraba de la olla y era la mantequilla, que se guardaba en
forma de una bola, que era lavada en agua fría, consumiéndose luego con pan y
azúcar como merienda. Si había mucha cantidad de mantequilla se cocía la bola
para prolongar su uso posterior, que también se usaba como grasa para freír en
lugar de aceite. El cuajo que quedaba, tenía un sabor ácido muy agradable,
parecido al yogur, que combinaba muy bien con las papas de maíz.
Como desayuno alternativo, que se fue extendiendo en los
últimos años, se consumía pan cortado en pequeños trozos en una taza
acompañados de leche con azúcar, y ocasionalmente se añadía café.
El café era más bien un artículo para días festivos,
consumido después de las comidas, o para tomar en la tienda-bar. Se hacía en
puchero y para aumentar su color se le añadía un tizón o brasa. Se colaba en
colador de tela.
Si tuviera que elegir el plato más característico de la
alimentación rural del campo gallego, sin duda elegiría el caldo gallego, que
además es uno de mis platos favoritos, y que nunca dejo de consumir en mis
visitas a mi tierra. Aunque lo pido en restaurante, hay que decir que como el
que hace mi madre no he encontrado ninguno.
El caldo lleva agua, sal, alubias, patatas y unto acompañado
de una verdura, que según las épocas o disponibilidad puede ser berza, repollo,
navizas, grelos, o incluso cebolla en el llamado caldo blanco. Esos son los
ingredientes básicos, pero se le suele añadir a cocer algo de carne, como
tocino, lacón, chorizo de carne o chorizo de cebolla o algún trozo de hueso de
jamón, que enriquecen considerablemente su sabor. El unto se chafa en harina de
maíz o sal. En cualquier caso hay que amasarlo para que luego se diluya mejor.
Las alubias se ponen a remojo la noche anterior. En la olla
se echan en agua fría las alubias, el unto y la carne o hueso de jamón. Se
calienta hasta hervir y se mantiene en ebullición hasta que están las alubias
casi hechas, mínimo una hora. Se añaden entonces las patatas en trozos pequeños
algo más gordos que para tortilla, las berzas, el chorizo y se continúa la
cocción hasta que la verdura esté cocida. El caldo se comía en una taza al
final de las comidas.
Ya expliqué al hablar de la matanza, que el unto se hace con
la grasa del cerdo que envuelve los riñones, combinada con capas de sal gruesa.
Se ponía un papel por la parte inferior de la bola para sellarlo, se ataba con
una cuerda en cruz y se colgaba a secar y ahumar sobre el calor de la lareira,
igual que los chorizos. Una vez seco se colgaba en la bodega, igual que el
tocino, de donde se iba cortando para el uso diario a lo largo del año,
usándose como condimento, especialmente para el caldo.
Los cachelos son otro alimento básico, ya que las patatas
cocidas, en caldo, guisadas o en cachelos, junto con el pan fueron la base de
la alimentación rural. Se pelan las patatas, se cortan en trozos grandes, como
de cuartos de una patata media, y se cuecen en agua con sal. Una vez cocidas, probando
a pincharlas con un tenedor, se escurren y se dejan cerca del fuego para que
sequen un poco, quedando harinosas. Los cachelos se consumen acompañando a casi
todo. Se comen con huevos fritos, pescado frito, sardinas fritas, hígado o
riñones guisados, tocino cocido, chorizos tanto de cebolla como de carne,
pimientos fritos, y otros. No sé si por causa del agua o del tipo de patatas,
en ningún sitio salen tan buenos como en el pueblo.
Las castañas son otro elemento esencial de la alimentación
rural orensana. Se recogen de los soutos a final de octubre y a lo largo de noviembre,
consumiéndose abundantemente cocidas o asadas. Las castañas cocidas frescas se
preparan pelando su cáscara exterior dura y se cuecen con su monda interior en
agua con sal. Se sacan luego a la mesa en una fuente, donde cada uno va
cogiendo y pelando sus castañas, que se comen, o bien directamente acompañadas
por un vaso de vino, o bien en una taza acompañadas de leche. Las castañas
asadas se pellizcaban antes de ponerlas en el asador al fuego. Se requería
primero fuego algo vivo para quemar la cáscara dura y luego calor sin llama
para que cocieran bien en el interior. Se consumían solas calientes, recién
hechas, ayudándose de un buen vaso de vino, que es su complemento perfecto para
entrar en calor en un frío día de noviembre, o acompañando al caldo haciendo
las veces del pan.
Para prolongar el consumo de las castañas a lo largo del año,
como fuente alimenticia de reserva fuera de temporada, las castañas enteras se
secaban en el canizo sobre el fuego suave de la lareira durante un par de
semanas, removiendo periódicamente. Luego se pisaban en un saco con orejas para
golpearlas contra el suelo y hacer que se desprendiera la cáscara. Luego se
aventaban para limpiarlas de las cáscaras desprendidas en la pisa, separando las
limpias de las que quedaban con algo de cáscara, llamadas cascudas, que debían
ser escaldadas para pelarle esa parte adherida antes de ser consumidas igual
que las limpias. Una vez escogidas se guardaban en el arca para su consumo
futuro, separando las limpias de las cascudas. Las castañas pisadas cocidas se
comían igual que los cachelos, acompañadas de chorizo o tocino cocidos, huevos
fritos, leche, refrito de cebolla, etc.
Las legumbres más habituales eran las alubias y los
garbanzos. Yo soy un entusiasta de las legumbres, especialmente en invierno. Me
encantan los platos de cuchara. Si no los como más a menudo es por comodidad.
Su preparación adecuada requiere tiempo y paciencia, no siempre compatibles con
las prisas de la vida moderna.
Las alubias se recogían secas, con su rama. En casa se
separaban las verdes para su consumo inmediato, y las secas se separaban de las
ramas, extendiéndolas en la galería u otro lugar aireado y soleado para secar.
Una vez secas se van abriendo las vainas (bullándolas) para separar las alubias
y almacenarlas en el arca. Las vainas se cocían con la comida de los cerdos.
Las alubias pintas se usaban para el caldo. Las alubias
blancas se comían cocidas en potaje con patatas y refrito de ajo y pimentón,
como plato principal. A las alubias verdes se les da el mismo uso que las secas,
pero cociendo en menos tiempo. En el caldo se echan a cocer junto con las
patatas. Otra forma de consumir las alubias era en ensalada, cocidas y combinadas
con patatas también cocidas, todo escurrido y frío aderezado con aceite y
vinagre y a veces con cebolla picada, según los gustos. Este era un plato
consumido especialmente en los calores del verano.
Otro plato hecho con alubias, también exquisito son las “fabas
arregladas”. Se usaban alubias de cualquier tipo puestas a cocer en agua fría, añadiendo
luego las patatas, hasta que están cocidas y se forma un caldo espeso. Se hace
un refrito con una cucharada de manteca de cerdo, aceite, ajo picado, pimentón
y un poco de caldo de las alubias. S refreía un poco, y se echaba encima de las
alubias, dejando cocer un momento para que las judías y patatas cogieran el
sabor del refrito antes de servirlas.
Los garbanzos se recogían del huerto ya secos, para ser
mallados con un palo o los pies, para luego aventar las cáscaras, y una vez
limpios guardarlos en el arca. Se comían en el cocido, o en potaje, de igual
modo que las alubias.
El arroz con pollo, tipo paella, con pimiento morrón, ajo,
sal, azafrán era una comida de celebración. El sabor y el aroma era exquisito,
nada que ver con el actual. Se chupaba uno los dedos literalmente.
La empanada es otro plato tradicional de la comida gallega y
de los más sabrosos y conocidos. Partiendo de la masa y la forma de
elaboración, que es común a todas, admite una gran variedad de ingredientes
para su contenido interno. Se hacen de carne de ternera, bacalao, anguilas o pollo,
que eran las más habituales para las fiestas y romerías, especialmente en
verano, aunque admiten otras muchas variantes dependiendo de la zona o de la
época del año.
Las ferias mensuales a las que se asistía para comerciar los
excedentes que se pudieran producir en la casa, o para comprar lo que se
precisaba, era un momento especial de ruptura de la rutina, casi festivo, que
se aprovechaba para permitirse algún capricho o liberalidad. Cuando se asistía
a alguna feria, especialmente si se vendía lo que se pretendía a un precio satisfactorio,
se celebraba comiendo el pulpo, callos, o carne cocida al caldeiro, o postas de
carne guisada, pan y vino. A los niños solían traernos de la feria un panecillo
con una especie de cuernos o “cornucho” y un plátano para merendar.
A pesar de vivir en una aldea gallega, su situación en el
interior del territorio, relativamente alejada de la costa, con unas
comunicaciones muy deficientes, el consumo de pescado no era muy elevado,
aunque sí se consumía con relativa frecuencia. La vendedora que pasaba
ofreciendo su mercancía por la parroquia, llevaba normalmente jureles y
sardinas, que era lo más demandado, aunque también llevaba otras variedades. Se
consumían fritos, acompañados con cachelos o con pan. El otro producto del mar
que se consumía era el bacalao seco. Se preparaba cocido con patatas y refrito,
previo desalado. Otra forma de consumir el bacalao era en ensalada. Se desalaba
,y en crudo, desmenuzado y acompañado de huevo cocido y cebolla picada, se
aderezaba con aceite y pimentón, estaba muy rico.
Los huevos se consumían con regularidad, suplidos con las
gallinas de la familia, aunque también se reservaban para su venta como ingreso
extraordinario. El consumo se hacía sobre todo en la forma de huevos fritos
estrellados, mucho más que en tortilla.
El jamón y los chorizos son los únicos productos del cerdo que
se consumían en crudo después de curados. El lacón se comía cocido, siendo una
comida típica de la siega, que se ofrecía a los participantes acompañado de pan.
Otra de las verduras emblemáticas del campo gallego son los
grelos en su época de enero y febrero. Se escaldaban y pasaban por agua fría,
para quitarles parte de su amargor y color. Se vertían luego, junto con las
patatas cortadas en trozos grandes, en agua con sal hirviendo. Se consumían
aderezados con aceite.
Todas las casas tenían sus huertos en las proximidades de
las casas, de pequeñas dimensiones, para un cultivo intensivo y cuidado de todo
tipo de hortalizas. Las más habituales en verano eran los pimientos, que se
consumían fritos junto con unos cachelos, o solos con pan y estaban exquisitos,
con un sabor y una textura que no he encontrado en ningún otro lugar. Las lechugas
y los tomates se consumían en ensalada. Los guisantes se preparaban arreglados
como las alubias.
Un postre tradicional era el arroz con leche, aunque mucho
más espeso de lo que es habitual hoy en día, que se espolvoreaba con azúcar.
Postre habitual, sobre todo en la siega, que se ofrecía al final de la comida a
todos los participantes.
Las “chulas” se elaboraban con harina de maíz, sal, leche y
huevo. Se batía huevo, se añadía la leche y una pizca de sal, mezclando todo.
Luego se iba añadiendo la harina y removiendo para que no se agrumara hasta
conseguir la consistencia adecuada. En una sartén con aceite caliente
abundante, se iban echando cucharadas de esa masa, que se freía
individualmente, formando una especie de buñuelos planos y compactos. Se comían
espolvoreados con azúcar. De niño yo era poco comedor y este era un plato que
me hacía mi madre para estimular mi apetito.
Otro postre tradicional gallego son las filloas o crêpes.
Llevan harina de trigo, una pizca de sal, leche y huevo. Para su elaboración se
bate el huevo, se le añade la leche, se mezcla bien y se va añadiendo la harina
hasta conseguir una masa homogénea y más bien suelta. Se unta la sartén con
mantequilla de vaca y se echa una cucharada de la masa, que se extiende por el
fondo de la satén girando ésta en el aire para que ocupe uniformemente toda la
base de la misma. A continuación se le da la vuelta para terminar de freírla.
Cuando ya comienza a dorarse por los bordes, se retira a un plato,
espolvoreando azúcar en cada una, donde se van apilando. Se consumen enrollándolas
con la mano a medida que cada uno va cogiendo del plato.
El dulce rey de las celebraciones importantes en el pueblo era
el roscón. Se hacía con dos docenas de huevos, harina de trigo y azúcar. En las
fiestas del pueblo o para alguna boda, en que se hacían en gran cantidad, acudían
todas las mujeres al horno con los huevos, el azúcar, la olla para batirlos y
el molde con su agujero en medio, para después de la oportuna cocción salir una
gran rosca esponjosa. La harina de trigo se compraba necesariamente en el
horno. Una vez preparadas todas las masas se vertían en las correspondientes
formas y se introducían en el gran horno de leña ya calentado a la debida
temperatura. Después de la oportuna espera, tiempo que aprovechaban las mozas
para su charlas y bromas, salían los roscones con su olor característico, que
en épocas de tan pocos caprichos y liberalidades eran un manjar exquisito. El
roscón estaba siempre presente en el acompañamiento de una copa de coñac para
los hombres, y anís y Sansón para las mujeres e incluso para los chiquillos que
siempre querían probar.
La celebración del magosto tenía lugar entre el día de Todos
los Santos y San Martín, es decir, entre el primero y el 11 de noviembre. Los
chicos iban todos juntos al monte con el ganado, se preparaba un fuego con
mucho humo sobre una gran roca o “penedo” y se echaban las castañas a las
brasas para asarlas. Se compraba entre todos unas piezas de pan de trigo y unos
higos pasos, aportando además cada uno de su casa lo que podía, como unos
chorizos o vino de la nueva cosecha. Se comía, bebía y cantaba, terminando
untándose la cara unos a otros con el hollín del fuego entre bromas y risas.
Otro producto que todo el mundo recuerda y que fácilmente se
identifica con la cocina gallega es el pan de centeno. Ese pan oscuro, compacto
y de gusto más intenso que el de trigo estuvo presente durante siglos en la
alimentación gallega. La apertura hacia el exterior y las modas hicieron que se
fuera imponiendo el pan de trigo, de miga muy blanca, cocido ya en hornos
industriales, abandonando el pan tradicional cocido semanalmente en el horno
familiar. Hoy en día los nutricionistas reconocen las virtudes del pan de
centeno y vuelve a consumirse, pero ahora como artículo de lujo.
Yo recuerdo muy vivamente el proceso de elaboración del pan
en el hogar y aún parece que siento el olor de la masa en la artesa antes de
hacer los panes y meterlos al horno, así como el que se producía al abrir el
horno y extraer las hogazas recién hechas y crujientes. La imagen de mis
recuerdos es la de mi abuela haciendo todo el proceso. Ya en casa de mis padres
no se cocía el pan y se compraba en el horno del pueblo.
La masa del pan se elaboraba con harina de centeno molida en
uno de los molinos del pueblo, movidos por el agua del río, de los que hablaré
otro día. Esa harina se cernía, separando el salvado que se empleaba para
alimentar los cerdos. El pan se elaboraba en la artesa. Se echaba un pequeño
montón de harina, según cantidad de la hornada deseada, en cuyo centro se hacía
una especia de cráter o hueco, quedando un círculo de harina. En medio se ponía
el fermento de la semana anterior, se diluía bien en ese hueco con agua
templada, se añadía más agua con la sal adecuada. A continuación se mezclaba la
harina de esa corona con el agua para formar una masa, que luego se trabajaba
envolviéndola sobre sí misma hasta que quedaba muy uniforme, bien ligada y con
la textura adecuada para hacer el pan. Se dejaba siempre algo de harina para
corregir el posible exceso de agua y para untar las manos y ayudar en el
amasado para que no se pegara la masa. Era esa una labor larga y cansada que
ocupaba toda una mañana de trabajo.
Se dejaba reposar la masa para que fermentara, tapada con un
paño, a una temperatura templada, de forma que en invierno este paño se
calentaba previamente, ya que la fermentación se favorece con na temperatura templada,
evitando el frío. Cuando la masa se agrietaba y había aumentado de tamaño, se
sabía que estaba lista para hacer las hogazas.
Se hacían las porciones, se amasaban ligeramente y se hacían
unas bolas con la masa del tamaño adecuado. Ayudados de algo de harina en las
manos, se iban aplanando hasta que cogían la forma deseada. Los panes en crudo
se iban alineando en una tabla llamada “tendal”. Allí reposaba otra vez hasta
que volvía a coger el volumen deseado después del anterior amasado.
El pan para el consumo diario se elaboraba en las propias
casas. Cada una tenía su propio horno o compartía el de algún vecino. Los
hornos eran de base de piedra de granito y cubierta de ladrillo refractario y
se calentaban con leña que ardía en su interior. Cuando los ladrillos
interiores se ponían blancos por el calor se sabía que el horno tenía la
temperatura adecuada. Entonces se retiraba la ceniza con un rastrillo adecuado,
y se limpiaba el interior de los restos de ceniza y polvo con un trapo viejo
mojado ayudados de un palo. A continuación, con una pala de madera especial se
introducían las hogazas distribuyéndolas por el interior. Se cerraba el horno
con una tapa de madera recubierta con una lata. Esta tapa se sellaba con un barro
hecho con la ceniza de la leña quemada.
Después del tiempo de cocción, según la experiencia de cada
uno, se abría el horno y se comprobaba si estaba cocido el pan golpeando la
parte inferior para ver si el sonido era el adecuado. Se sacaba el pan del
horno, dejándolo enfriar en un lugar ventilado y una vez frío se guardaba en el
arca para el consumo semanal. Recuerdo que al cabo de la semana el pan era
perfectamente comestible, nada que ver con el actual que no hay quien le meta
el diente. Incluso había veces que se cocía para una quincena.
Como curiosidad decir que aprovechando el horno caliente del
pan se aprovechaba para asar algún pollo. El sabor de aquellos pollos es algo
que no he conseguido olvidar. Se comían en contadas ocasiones, pero la
exquisitez de su sabor es imposible de conseguir hoy en día. Los pollos estaban
siempre presentes en el gallinero de la familia, de forma que cuando había
algún acontecimiento especial o visita importante se sacrificaba uno. Como he
dicho se comían asados en el horno del pan, o guisados, o can arroz. Para
chuparse los dedos, y esto tomado en el sentido más literal. Se me hace la boca
agua solo con recordarlo.
En el horno público solo cocían pan de harina triga en piezas
en forma de ocho. Este pan se compraba esporádicamente cuando faltaba el pan
propio o como capricho para una merienda.
Hay imágenes tan vivas, que aún después de 60 años parece
que ocurrieron ayer. No puedo olvidar por ejemplo la imagen de mi abuelo, con
su gran navaja de Albacete, de esas que al abrirlas hacían un ruido como de
carraca y de cachas de asta de toro, abriendo la navaja, cogiendo la gran
hogaza del pan, hacer una cruz con la punta de la navaja en la parte inferior
del pan y cortar luego limpiamente un buen trozo de pan para comer con un trozo
de tocino cocido del día anterior. Lo cual me lleva a pensar en los cambios tan
enormes que se han producido en nuestro país en los últimos cincuenta años.
Después de todo, la gran satisfacción es haber podido navegar en la cresta de
la ola sin ser descabalgado hasta ahora.
Visto con la perspectiva actual, la comida era o podía ser
exquisita, y hoy se vuelve a comer por puro capricho y placer. La calidad y
sabor de esos alimentos es casi imposible de encontrar hoy en día. Bien
entendido que la cocina es un arte, y como tal, no todo el mundo nace con las
cualidades y la sensibilidad necesaria para hacer buenos platos, aun contando
con los mejores ingredientes. Siempre habrá buenas y malas cocineras. El
inconveniente de aquellos años en el aspecto culinario era, por una parte la
monotonía, por estar limitado el consumo a aquello que se producía y que era siempre
lo mismo, y luego la frustración de no poder comer otros productos apetecibles que
debían ser comprados pero se carecía del dinero para ello. A título de ejemplo
se pueden citar la carne de ternera o algún pescado blanco. Yo creo que aun
pesaba más este segundo condicionante que el primero para entender el poco
aprecio que se tenía de la propia comida. Todos los platos que he relatado en
este artículo, para mí son hoy un puro capricho para el paladar, y como tal los
quiero recordar y disfrutar.
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