Las comidas de la Aldea



Las Comidas de la Aldea


Relato en este artículo las comidas consumidas en los años 50 en la parroquia de San Cristóbal de Armariz.
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La comida se considera un bien de primera necesidad, y como tal, esencial para la vida. Es un derecho social al que todo el mundo debe tener acceso, incluso a cambio de nada. Ésto último no siempre ha sido así, a pesar de que la Declaración Universal de Derechos Humanos en su Articulo 25.1 establece lo siguiente:


Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad.


La Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobados por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, después de un conflicto tan devastador como fue la Segunda Guerra Mundial, fija un marco de derechos para un mundo más justo en el que todos puedan desarrollar su potencial y realizarse como personas. Como aspiración y meta es algo que creo acepta toda persona de bien, pero su consecución se hace harto difícil en un mundo lleno de egoísmos y conflictos.


En la España de la posguerra, con el bloqueo internacional, un país devastado por tres años de guerra civil, y unas estructuras económicas arcaicas, heredadas del retraso secular respecto al resto de Europa y de los conflictos bélicos y políticos que jalonaron todo el siglo XIX, esa aspiración de los derechos humanos estaba muy lejos de ser una realidad. Lo cierto es que en España se pasó hambre y privaciones severas en los años 40, especialmente hasta 1945, mejorando después progresivamente hasta la eliminación total de las cartillas de racionamiento en 1952. Afortunadamente ya en los años 50, cuando yo nací, había pasado la hambruna y normalizado la situación, pero yo aun recuerdo haber visto guardadas en un cajón, en casa de mi abuelo, las famosas cartillas de racionamiento que luego eran un simple testimonio de tiempos más difíciles.


Cartilla de Racionamiento y sus cupones - Vigentes entre 1939-1952


En un pueblo agrícola como era el nuestro, basado en el autoconsumo, no deberían haber padecido tantas carencias. Sin embargo se sufrieron como en todas partes, porque debía entregarse parte de la cosecha y otros productos a la Comisaría de Abastos, que era el organismo que regulaba luego la distribución de estos productos a través de los cupones de las cartillas de racionamiento. Años muy difíciles e injustos que nunca está de más recordar para no repetir errores pasados. Nada se tiraba y todo se aprovechaba. Si un trozo de pan se caía al suelo, se recogía, se besaba y se comía. A veces produce sonrojo ver como hoy en día se tiran toneladas de comida, por simple capricho, mientras en una gran parte del mundo hay gente pasando privación de lo más necesario. Estos hechos deberían llevarnos a reflexionar sobre los valores de nuestra sociedad.


Las necesidades realmente básicas para sobrevivir son el alimento, el vestido y la vivienda y a su consecución dedica una gran parte de la humanidad todo su tiempo y esfuerzo. También en nuestro mundo desarrollado, no hace tantos años, estábamos en la misma situación. En muchas economías de subsistencia, donde se producía solo para el autoconsumo, todo el trabajo iba encaminado a generar los alimentos necesarios para poder comer, generando un escasísimo excedente, que se comerciaba en el mercado local, lo que permitía comprar aquellos escasos bienes que no se producían en el entorno familiar.


En el caso concreto de la Galicia rural, el único excedente producido por la economía familiar, y por tanto fuente de ingresos monetario, era la venta de algún ternero, cerdo o gallina, complementado en la posguerra con la venta periódica de madera de los bosques de la familia, en un tiempo en el que aun producía algún ingreso extraordinario. Bajo esta perspectiva, todo el trabajo de la familia se utilizaba para sembrar y recolectar las cosechas, que se consumían en su totalidad, tanto en la alimentación humana como del ganado, que a su vez facilitaba la carne y la leche que completaban la dieta disponible. No es de extrañar que tradicionalmente los hombres del campo gallego emigraran, al menos temporalmente, para generar unos recursos monetarios, que sirvieran para completar las necesidades de vivienda y alguna pequeña liberalidad.


En este contexto cabe analizar la alimentación que se consumía durante la posguerra, que se limitaba casi exclusivamente a lo producido en el entorno familiar. Los productos comprados en la tienda local se limitaban generalmente a aceite, azúcar, café, alguna lata de conservas, algún licor, tabaco, raramente macarrones, arroz, algunas especias y poco más.

Los productos obtenidos de la tierra eran altamente ecológicos, con abonos orgánicos naturales y libres de pesticidas. Hoy serían considerados de excepcional calidad y su sabor así lo acreditaba. La alta calidad conseguida no proporcionaba una satisfacción equivalente para la gente del pueblo que los consumía. El problema radicaba en la monotonía de la alimentación, por la poca variedad de los productos disponible y la poca sofisticación culinaria. Los platos consumidos se limitaban a repetir lo aprendido de generaciones anteriores, sin mucha imaginación, con escasísimos utensilios y con un equipamiento en la cocina que hoy nos preguntamos cómo era posible que allí se pudiera cocinar algo en condiciones.


La cocina era el centro de la vida familiar. Allí se preparaba la comida, allí se comía e incluso allí se recibía a las visitas, lo cual tiene su lógica, ya que en un lugar tan frío y húmedo como es ése, era la única pieza de la casa con fuego y calor. Cuando no había televisión, ni radio, ni luz eléctrica, la familia se sentaba alrededor del fuego durante horas en las largas noches invernales, contando historias, proyectos, trabajos e incluso los cotilleos de la aldea. Esta convivencia era la auténtica escuela de la vida, donde los más jóvenes, desde los primeros años, iban oyendo y aprendiendo de los mayores sus historias, tradiciones, experiencias, y en definitiva, actitudes y valores para la vida que luego tendrían que afrontar en su edad adulta.

Cocina económica - Modelo Bilbao

Cuando yo era niño ya la mayoría de las casas tenían cocina económica, que consistía en una cocina de hierro fundido, fabricada en Bilbao, donde se cocinaba a una altura normal, como hacemos hoy en día, y no en el suelo como más antiguamente. Estas cocinas aprovechaban mejor el calor al concentrar el fuego bajo los fogones, calentaban agua para fregar al mismo tiempo en el calderín que incorporaban, e incluso tenían un horno para los asados, producían menos humo, ya que contaban con una chimenea a través del tejado y se conservaba la estancia caliente y en unas condiciones mucho más higiénica y confortables. Supuso un avance importantísimo para el trabajo y la higiene doméstica. Estas cocinas se empezaron a producir y generalizar su uso en España a comienzos del siglo XX, aunque el concepto y su uso en el mundo desarrollado fue bastante anterior.


La aparición y uso de las cocinas económicas no eliminó la que había sido durante siglos la cocina de todas las casas rurales, la lareira. Consistía ésta generalmente en una piedra rectangular en el suelo, situada normalmente en una esquina de la estancia, a veces algo más elevada que el resto del suelo, otras veces a ras del suelo. Sobre esta piedra se encendía el fuego en el que se cocinaba para las personas y para los animales. Se utilizaban grandes calderos, pucheros o potes de hierro fundido u otras ollas o cazuelas metálicas resistentes al fuego directo. Se ponían sobre el fuego sobre unos trébedes o trespés. Algunas lareiras también tenían una cadena que colgaba del techo sobre el fuego que permitía colgar los calderos a la altura deseada sirviéndose de un gancho.

 
Lareira actual con chimenea que recuerda a las primitivas

Encima del fuego de la lareira también estaba el canizo, un falso techo de maderas con aberturas entre unas tablas estrechas que permitían pasar el calor y el humo y sobre las que se colocaban las castañas para secar y obtener las castañas pilongas. Debajo del canizo había suspendidos dos palos a ambos lados que servían de apoyo a otros que se colocaban trasversalmente sobre los que se colgaban las ristras de chorizos, el unto o cualquier otra parte del cerdo para secar. Esta función de secado de los embutidos y castañas hace que todavía hoy muchas casas rurales conserven un espacio reservado a la lareira para hacer fuego y humo para cumplir esta función tan necesaria para conseguir el sabor y calidad tradicionales.


Al lado de la lareira solía haber un largo banco con respaldo, hecho por el carpintero local de madera de castaño, de alguno de los árboles de la casa. Se completaba el mobiliario con alguna silla y taburetes, una larga mesa también de madera de castaño, normalmente cubierta con un hule blanco con cuadros rojos, que era usada para la comida familiar, con bancos sin respaldo a ambos lados. Para terminar, podíamos encontrar también una alhacena o “alzadeiro” donde se guardaba la vajilla. Las sartenes solían colgarse en la pared. En algunas casas esa mesa era más pequeña y se plegaba sobre la pared por una bisagra fijada a la misma, y un píe en el extremo opuesto, también plegable. 

Otro elemento que encontrábamos en la cocina o en la pieza contigua era la artesa. Esa gran arca era un auténtico armario, guardando el pan de la hornada semanal, las alubias y garbanzos, las castañas pilongas , e incluso alguna cazuela. La tapa se abría sobre las bisagras que la fijaban de un lado, contando incluso algunas con una cerradura en el otro lado. Una vez cerrada servía de mesa o de lugar de trabajo de las labores de la cocina o del hogar. En tiempos antiguos muchas de estas cocinas no tenían chimenea, con lo que el humo debía salir a través de la propia puerta. Las puertas no ajustaban bien, muchas veces gastadas y remendadas repetidas veces, incluso con un agujero en su base para permitir el paso del gato. Estas condiciones de aislamiento hacen suponer que el confort no era mucho. Las paredes estaban negras por el humo y el frío entraba por rendijas de las puertas y a veces picaban los ojos por el humo del fuego. Uno podía calentarse por delante alrededor del fuego, pero la espalda estaba fría.


Voy a repasar a continuación los alimentos habituales de los años de la posguerra, donde a medida que pasaban los años se iban abriendo a nuevas posibilidades, pero que hasta finales de los años 50 variaron muy poco respecto a décadas pasadas.


Esta relación de platos tradicionales de mi aldea no es un libro de cocina o recetario de comidas, que para eso hay otras páginas especializadas en cocina donde variada y detalladamente explican la elaboración de cualquiera de estas comidas o su adaptación a la vida y gustos actuales. Pretendo solo relatar lo que se comía y como se preparaban las comidas en aquella época que yo viví en mi niñez en los años 50.


Comenzando con el desayuno podemos decir que las papas constituían el alimento habitual por la mañana. Las papas se hacían con harina de maíz, agua y sal. Se añadía al agua hirviendo con sal, la harina poco a poco a medida que se removía para evitar grumos. Cocía unos 15 ó 20 minutos, a fuego lento, removiendo para evitar que se pegara, hasta que tenía la consistencia adecuada, como de un puré espeso y empezaba a echar burbujas espesas, haciendo plof, plof, que si te salpicaban veías las estrellas del quemazo. Se consumían acompañadas de leche fría, o de leche mazada.

La leche mazada se hacía poniendo la leche ordeñada en una olla de barro grande cerca del fuego para conseguir que fermentara. Cuando ya cuajaba se mazaba en la olla con la rodela, separándose la grasa del suero o cuajo. Esta grasa se retiraba de la olla y era la mantequilla, que se guardaba en forma de una bola, que era lavada en agua fría, consumiéndose luego con pan y azúcar como merienda. Si había mucha cantidad de mantequilla se cocía la bola para prolongar su uso posterior, que también se usaba como grasa para freír en lugar de aceite. El cuajo que quedaba, tenía un sabor ácido muy agradable, parecido al yogur, que combinaba muy bien con las papas de maíz.


Como desayuno alternativo, que se fue extendiendo en los últimos años, se consumía pan cortado en pequeños trozos en una taza acompañados de leche con azúcar, y ocasionalmente se añadía café.


El café era más bien un artículo para días festivos, consumido después de las comidas, o para tomar en la tienda-bar. Se hacía en puchero y para aumentar su color se le añadía un tizón o brasa. Se colaba en colador de tela.


Si tuviera que elegir el plato más característico de la alimentación rural del campo gallego, sin duda elegiría el caldo gallego, que además es uno de mis platos favoritos, y que nunca dejo de consumir en mis visitas a mi tierra. Aunque lo pido en restaurante, hay que decir que como el que hace mi madre no he encontrado ninguno.


El caldo lleva agua, sal, alubias, patatas y unto acompañado de una verdura, que según las épocas o disponibilidad puede ser berza, repollo, navizas, grelos, o incluso cebolla en el llamado caldo blanco. Esos son los ingredientes básicos, pero se le suele añadir a cocer algo de carne, como tocino, lacón, chorizo de carne o chorizo de cebolla o algún trozo de hueso de jamón, que enriquecen considerablemente su sabor. El unto se chafa en harina de maíz o sal. En cualquier caso hay que amasarlo para que luego se diluya mejor.


Las alubias se ponen a remojo la noche anterior. En la olla se echan en agua fría las alubias, el unto y la carne o hueso de jamón. Se calienta hasta hervir y se mantiene en ebullición hasta que están las alubias casi hechas, mínimo una hora. Se añaden entonces las patatas en trozos pequeños algo más gordos que para tortilla, las berzas, el chorizo y se continúa la cocción hasta que la verdura esté cocida. El caldo se comía en una taza al final de las comidas.


Ya expliqué al hablar de la matanza, que el unto se hace con la grasa del cerdo que envuelve los riñones, combinada con capas de sal gruesa. Se ponía un papel por la parte inferior de la bola para sellarlo, se ataba con una cuerda en cruz y se colgaba a secar y ahumar sobre el calor de la lareira, igual que los chorizos. Una vez seco se colgaba en la bodega, igual que el tocino, de donde se iba cortando para el uso diario a lo largo del año, usándose como condimento, especialmente para el caldo.


Los cachelos son otro alimento básico, ya que las patatas cocidas, en caldo, guisadas o en cachelos, junto con el pan fueron la base de la alimentación rural. Se pelan las patatas, se cortan en trozos grandes, como de cuartos de una patata media, y se cuecen en agua con sal. Una vez cocidas, probando a pincharlas con un tenedor, se escurren y se dejan cerca del fuego para que sequen un poco, quedando harinosas. Los cachelos se consumen acompañando a casi todo. Se comen con huevos fritos, pescado frito, sardinas fritas, hígado o riñones guisados, tocino cocido, chorizos tanto de cebolla como de carne, pimientos fritos, y otros. No sé si por causa del agua o del tipo de patatas, en ningún sitio salen tan buenos como en el pueblo.


Las castañas son otro elemento esencial de la alimentación rural orensana. Se recogen de los soutos a final de octubre y a lo largo de noviembre, consumiéndose abundantemente cocidas o asadas. Las castañas cocidas frescas se preparan pelando su cáscara exterior dura y se cuecen con su monda interior en agua con sal. Se sacan luego a la mesa en una fuente, donde cada uno va cogiendo y pelando sus castañas, que se comen, o bien directamente acompañadas por un vaso de vino, o bien en una taza acompañadas de leche. Las castañas asadas se pellizcaban antes de ponerlas en el asador al fuego. Se requería primero fuego algo vivo para quemar la cáscara dura y luego calor sin llama para que cocieran bien en el interior. Se consumían solas calientes, recién hechas, ayudándose de un buen vaso de vino, que es su complemento perfecto para entrar en calor en un frío día de noviembre, o acompañando al caldo haciendo las veces del pan.


Para prolongar el consumo de las castañas a lo largo del año, como fuente alimenticia de reserva fuera de temporada, las castañas enteras se secaban en el canizo sobre el fuego suave de la lareira durante un par de semanas, removiendo periódicamente. Luego se pisaban en un saco con orejas para golpearlas contra el suelo y hacer que se desprendiera la cáscara. Luego se aventaban para limpiarlas de las cáscaras desprendidas en la pisa, separando las limpias de las que quedaban con algo de cáscara, llamadas cascudas, que debían ser escaldadas para pelarle esa parte adherida antes de ser consumidas igual que las limpias. Una vez escogidas se guardaban en el arca para su consumo futuro, separando las limpias de las cascudas. Las castañas pisadas cocidas se comían igual que los cachelos, acompañadas de chorizo o tocino cocidos, huevos fritos, leche, refrito de cebolla, etc.


Las legumbres más habituales eran las alubias y los garbanzos. Yo soy un entusiasta de las legumbres, especialmente en invierno. Me encantan los platos de cuchara. Si no los como más a menudo es por comodidad. Su preparación adecuada requiere tiempo y paciencia, no siempre compatibles con las prisas de la vida moderna.


Las alubias se recogían secas, con su rama. En casa se separaban las verdes para su consumo inmediato, y las secas se separaban de las ramas, extendiéndolas en la galería u otro lugar aireado y soleado para secar. Una vez secas se van abriendo las vainas (bullándolas) para separar las alubias y almacenarlas en el arca. Las vainas se cocían con la comida de los cerdos.

Las alubias pintas se usaban para el caldo. Las alubias blancas se comían cocidas en potaje con patatas y refrito de ajo y pimentón, como plato principal. A las alubias verdes se les da el mismo uso que las secas, pero cociendo en menos tiempo. En el caldo se echan a cocer junto con las patatas. Otra forma de consumir las alubias era en ensalada, cocidas y combinadas con patatas también cocidas, todo escurrido y frío aderezado con aceite y vinagre y a veces con cebolla picada, según los gustos. Este era un plato consumido especialmente en los calores del verano.


Otro plato hecho con alubias, también exquisito son las “fabas arregladas”. Se usaban alubias de cualquier tipo puestas a cocer en agua fría, añadiendo luego las patatas, hasta que están cocidas y se forma un caldo espeso. Se hace un refrito con una cucharada de manteca de cerdo, aceite, ajo picado, pimentón y un poco de caldo de las alubias. S refreía un poco, y se echaba encima de las alubias, dejando cocer un momento para que las judías y patatas cogieran el sabor del refrito antes de servirlas.


Los garbanzos se recogían del huerto ya secos, para ser mallados con un palo o los pies, para luego aventar las cáscaras, y una vez limpios guardarlos en el arca. Se comían en el cocido, o en potaje, de igual modo que las alubias.

El arroz con pollo, tipo paella, con pimiento morrón, ajo, sal, azafrán era una comida de celebración. El sabor y el aroma era exquisito, nada que ver con el actual. Se chupaba uno los dedos literalmente.


La empanada es otro plato tradicional de la comida gallega y de los más sabrosos y conocidos. Partiendo de la masa y la forma de elaboración, que es común a todas, admite una gran variedad de ingredientes para su contenido interno. Se hacen de carne de ternera, bacalao, anguilas o pollo, que eran las más habituales para las fiestas y romerías, especialmente en verano, aunque admiten otras muchas variantes dependiendo de la zona o de la época del año.


Las ferias mensuales a las que se asistía para comerciar los excedentes que se pudieran producir en la casa, o para comprar lo que se precisaba, era un momento especial de ruptura de la rutina, casi festivo, que se aprovechaba para permitirse algún capricho o liberalidad. Cuando se asistía a alguna feria, especialmente si se vendía lo que se pretendía a un precio satisfactorio, se celebraba comiendo el pulpo, callos, o carne cocida al caldeiro, o postas de carne guisada, pan y vino. A los niños solían traernos de la feria un panecillo con una especie de cuernos o “cornucho” y un plátano para merendar.


A pesar de vivir en una aldea gallega, su situación en el interior del territorio, relativamente alejada de la costa, con unas comunicaciones muy deficientes, el consumo de pescado no era muy elevado, aunque sí se consumía con relativa frecuencia. La vendedora que pasaba ofreciendo su mercancía por la parroquia, llevaba normalmente jureles y sardinas, que era lo más demandado, aunque también llevaba otras variedades. Se consumían fritos, acompañados con cachelos o con pan. El otro producto del mar que se consumía era el bacalao seco. Se preparaba cocido con patatas y refrito, previo desalado. Otra forma de consumir el bacalao era en ensalada. Se desalaba ,y en crudo, desmenuzado y acompañado de huevo cocido y cebolla picada, se aderezaba con aceite y pimentón, estaba muy rico.

Los huevos se consumían con regularidad, suplidos con las gallinas de la familia, aunque también se reservaban para su venta como ingreso extraordinario. El consumo se hacía sobre todo en la forma de huevos fritos estrellados, mucho más que en tortilla.


El jamón y los chorizos son los únicos productos del cerdo que se consumían en crudo después de curados. El lacón se comía cocido, siendo una comida típica de la siega, que se ofrecía a los participantes acompañado de pan.

Otra de las verduras emblemáticas del campo gallego son los grelos en su época de enero y febrero. Se escaldaban y pasaban por agua fría, para quitarles parte de su amargor y color. Se vertían luego, junto con las patatas cortadas en trozos grandes, en agua con sal hirviendo. Se consumían aderezados con aceite.


Todas las casas tenían sus huertos en las proximidades de las casas, de pequeñas dimensiones, para un cultivo intensivo y cuidado de todo tipo de hortalizas. Las más habituales en verano eran los pimientos, que se consumían fritos junto con unos cachelos, o solos con pan y estaban exquisitos, con un sabor y una textura que no he encontrado en ningún otro lugar. Las lechugas y los tomates se consumían en ensalada. Los guisantes se preparaban arreglados como las alubias.


Un postre tradicional era el arroz con leche, aunque mucho más espeso de lo que es habitual hoy en día, que se espolvoreaba con azúcar. Postre habitual, sobre todo en la siega, que se ofrecía al final de la comida a todos los participantes.


Las “chulas” se elaboraban con harina de maíz, sal, leche y huevo. Se batía huevo, se añadía la leche y una pizca de sal, mezclando todo. Luego se iba añadiendo la harina y removiendo para que no se agrumara hasta conseguir la consistencia adecuada. En una sartén con aceite caliente abundante, se iban echando cucharadas de esa masa, que se freía individualmente, formando una especie de buñuelos planos y compactos. Se comían espolvoreados con azúcar. De niño yo era poco comedor y este era un plato que me hacía mi madre para estimular mi apetito.


Otro postre tradicional gallego son las filloas o crêpes. Llevan harina de trigo, una pizca de sal, leche y huevo. Para su elaboración se bate el huevo, se le añade la leche, se mezcla bien y se va añadiendo la harina hasta conseguir una masa homogénea y más bien suelta. Se unta la sartén con mantequilla de vaca y se echa una cucharada de la masa, que se extiende por el fondo de la satén girando ésta en el aire para que ocupe uniformemente toda la base de la misma. A continuación se le da la vuelta para terminar de freírla. Cuando ya comienza a dorarse por los bordes, se retira a un plato, espolvoreando azúcar en cada una, donde se van apilando. Se consumen enrollándolas con la mano a medida que cada uno va cogiendo del plato.


El dulce rey de las celebraciones importantes en el pueblo era el roscón. Se hacía con dos docenas de huevos, harina de trigo y azúcar. En las fiestas del pueblo o para alguna boda, en que se hacían en gran cantidad, acudían todas las mujeres al horno con los huevos, el azúcar, la olla para batirlos y el molde con su agujero en medio, para después de la oportuna cocción salir una gran rosca esponjosa. La harina de trigo se compraba necesariamente en el horno. Una vez preparadas todas las masas se vertían en las correspondientes formas y se introducían en el gran horno de leña ya calentado a la debida temperatura. Después de la oportuna espera, tiempo que aprovechaban las mozas para su charlas y bromas, salían los roscones con su olor característico, que en épocas de tan pocos caprichos y liberalidades eran un manjar exquisito. El roscón estaba siempre presente en el acompañamiento de una copa de coñac para los hombres, y anís y Sansón para las mujeres e incluso para los chiquillos que siempre querían probar.


La celebración del magosto tenía lugar entre el día de Todos los Santos y San Martín, es decir, entre el primero y el 11 de noviembre. Los chicos iban todos juntos al monte con el ganado, se preparaba un fuego con mucho humo sobre una gran roca o “penedo” y se echaban las castañas a las brasas para asarlas. Se compraba entre todos unas piezas de pan de trigo y unos higos pasos, aportando además cada uno de su casa lo que podía, como unos chorizos o vino de la nueva cosecha. Se comía, bebía y cantaba, terminando untándose la cara unos a otros con el hollín del fuego entre bromas y risas.


Otro producto que todo el mundo recuerda y que fácilmente se identifica con la cocina gallega es el pan de centeno. Ese pan oscuro, compacto y de gusto más intenso que el de trigo estuvo presente durante siglos en la alimentación gallega. La apertura hacia el exterior y las modas hicieron que se fuera imponiendo el pan de trigo, de miga muy blanca, cocido ya en hornos industriales, abandonando el pan tradicional cocido semanalmente en el horno familiar. Hoy en día los nutricionistas reconocen las virtudes del pan de centeno y vuelve a consumirse, pero ahora como artículo de lujo.


Yo recuerdo muy vivamente el proceso de elaboración del pan en el hogar y aún parece que siento el olor de la masa en la artesa antes de hacer los panes y meterlos al horno, así como el que se producía al abrir el horno y extraer las hogazas recién hechas y crujientes. La imagen de mis recuerdos es la de mi abuela haciendo todo el proceso. Ya en casa de mis padres no se cocía el pan y se compraba en el horno del pueblo.


La masa del pan se elaboraba con harina de centeno molida en uno de los molinos del pueblo, movidos por el agua del río, de los que hablaré otro día. Esa harina se cernía, separando el salvado que se empleaba para alimentar los cerdos. El pan se elaboraba en la artesa. Se echaba un pequeño montón de harina, según cantidad de la hornada deseada, en cuyo centro se hacía una especia de cráter o hueco, quedando un círculo de harina. En medio se ponía el fermento de la semana anterior, se diluía bien en ese hueco con agua templada, se añadía más agua con la sal adecuada. A continuación se mezclaba la harina de esa corona con el agua para formar una masa, que luego se trabajaba envolviéndola sobre sí misma hasta que quedaba muy uniforme, bien ligada y con la textura adecuada para hacer el pan. Se dejaba siempre algo de harina para corregir el posible exceso de agua y para untar las manos y ayudar en el amasado para que no se pegara la masa. Era esa una labor larga y cansada que ocupaba toda una mañana de trabajo.

Se dejaba reposar la masa para que fermentara, tapada con un paño, a una temperatura templada, de forma que en invierno este paño se calentaba previamente, ya que la fermentación se favorece con na temperatura templada, evitando el frío. Cuando la masa se agrietaba y había aumentado de tamaño, se sabía que estaba lista para hacer las hogazas.


Se hacían las porciones, se amasaban ligeramente y se hacían unas bolas con la masa del tamaño adecuado. Ayudados de algo de harina en las manos, se iban aplanando hasta que cogían la forma deseada. Los panes en crudo se iban alineando en una tabla llamada “tendal”. Allí reposaba otra vez hasta que volvía a coger el volumen deseado después del anterior amasado.


El pan para el consumo diario se elaboraba en las propias casas. Cada una tenía su propio horno o compartía el de algún vecino. Los hornos eran de base de piedra de granito y cubierta de ladrillo refractario y se calentaban con leña que ardía en su interior. Cuando los ladrillos interiores se ponían blancos por el calor se sabía que el horno tenía la temperatura adecuada. Entonces se retiraba la ceniza con un rastrillo adecuado, y se limpiaba el interior de los restos de ceniza y polvo con un trapo viejo mojado ayudados de un palo. A continuación, con una pala de madera especial se introducían las hogazas distribuyéndolas por el interior. Se cerraba el horno con una tapa de madera recubierta con una lata. Esta tapa se sellaba con un barro hecho con la ceniza de la leña quemada.


Después del tiempo de cocción, según la experiencia de cada uno, se abría el horno y se comprobaba si estaba cocido el pan golpeando la parte inferior para ver si el sonido era el adecuado. Se sacaba el pan del horno, dejándolo enfriar en un lugar ventilado y una vez frío se guardaba en el arca para el consumo semanal. Recuerdo que al cabo de la semana el pan era perfectamente comestible, nada que ver con el actual que no hay quien le meta el diente. Incluso había veces que se cocía para una quincena.


Como curiosidad decir que aprovechando el horno caliente del pan se aprovechaba para asar algún pollo. El sabor de aquellos pollos es algo que no he conseguido olvidar. Se comían en contadas ocasiones, pero la exquisitez de su sabor es imposible de conseguir hoy en día. Los pollos estaban siempre presentes en el gallinero de la familia, de forma que cuando había algún acontecimiento especial o visita importante se sacrificaba uno. Como he dicho se comían asados en el horno del pan, o guisados, o can arroz. Para chuparse los dedos, y esto tomado en el sentido más literal. Se me hace la boca agua solo con recordarlo.


En el horno público solo cocían pan de harina triga en piezas en forma de ocho. Este pan se compraba esporádicamente cuando faltaba el pan propio o como capricho para una merienda.


Hay imágenes tan vivas, que aún después de 60 años parece que ocurrieron ayer. No puedo olvidar por ejemplo la imagen de mi abuelo, con su gran navaja de Albacete, de esas que al abrirlas hacían un ruido como de carraca y de cachas de asta de toro, abriendo la navaja, cogiendo la gran hogaza del pan, hacer una cruz con la punta de la navaja en la parte inferior del pan y cortar luego limpiamente un buen trozo de pan para comer con un trozo de tocino cocido del día anterior. Lo cual me lleva a pensar en los cambios tan enormes que se han producido en nuestro país en los últimos cincuenta años. Después de todo, la gran satisfacción es haber podido navegar en la cresta de la ola sin ser descabalgado hasta ahora.


Visto con la perspectiva actual, la comida era o podía ser exquisita, y hoy se vuelve a comer por puro capricho y placer. La calidad y sabor de esos alimentos es casi imposible de encontrar hoy en día. Bien entendido que la cocina es un arte, y como tal, no todo el mundo nace con las cualidades y la sensibilidad necesaria para hacer buenos platos, aun contando con los mejores ingredientes. Siempre habrá buenas y malas cocineras. El inconveniente de aquellos años en el aspecto culinario era, por una parte la monotonía, por estar limitado el consumo a aquello que se producía y que era siempre lo mismo, y luego la frustración de no poder comer otros productos apetecibles que debían ser comprados pero se carecía del dinero para ello. A título de ejemplo se pueden citar la carne de ternera o algún pescado blanco. Yo creo que aun pesaba más este segundo condicionante que el primero para entender el poco aprecio que se tenía de la propia comida. Todos los platos que he relatado en este artículo, para mí son hoy un puro capricho para el paladar, y como tal los quiero recordar y disfrutar.

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