El Lobo
Hubo un tiempo en la primera mitad del pasado siglo, cuando la parroquia rebosaba de gente, en que se cultivaba todo palmo de tierra disponible para atender a las crecientes necesidades de supervivencia de cada familia. Muchas de las fincas que hoy son bosque eran entonces prados regados y segados para alimento del ganado, o fincas cultivadas de centeno, maíz o patatas, por nombrar solo los cultivo más extensivos.
No había entonces en los bosques que rodean la parroquia
jabalíes, ni corzos, que hoy son un problema para los pocos cultivos que subsisten
en las proximidades de las casas. Por el contrario, la caza era relativamente
abundante, y casi en cada familia había un cazador que en las épocas permitidas
salían de caza a la búsqueda de alguna pieza. Las especies disponibles entonces
eran generalmente conejos y perdices. Cuando el día se daba bien y se regresaba
con alguna pieza era un festín para la familia, en tiempos en que la carne
fresca era un lujo que solo se podía permitir en contadas ocasiones, y además
no había que pagar por ella. También hay que decir que no siempre se practicaba
la caza con buenas artes, ya que la concienciación ecológica y el cumplimiento
de las normas eran mucho más relajados. Había quien empleaba el hurón para
introducirlo en la madriguera de los conejos y hacerlos salir a una muerte
segura, o quien preparaba trampas, métodos alejados de lo que hoy consideramos
una práctica deportiva limpia. En aquel tiempo quienes lo hacían se
justificaban en las necesidades alimenticias de su familia.
El bosque formado sobre los montes que conforman el valle
del río Loña era extenso y albergaba también sus depredadores. El lobo y el
zorro merodeaban por el entorno causando pérdidas para los parroquianos cuando
el lobo atacaba a las ovejas, cabras o incluso algún ternero muy joven, o el
zorro conseguía introducirse en el gallinero de algún vecino por alguna rendija
de la red con la que intentaba protegerlo.
Era una lucha natural y permanente entre el hombre que
defendía sus posesiones y casas, frente a las alimañas que buscaban su sustento
diario allí donde lo podían conseguir. Estas escaramuzas constantes terminaban
con la victoria del hombre, que uniendo su superioridad al control efectivo del
territorio consiguió casi llevar a la extinción de estas especies en la comarca.
Hoy en día prevalecen otros valores, y sobre la base del mantenimiento del
ecosistema y la filosofía ecologista, favorecida por la retirada del hombre de
la explotación agrícola, los bosques se están volviendo a repoblar de esas
especies.
En aquella época, tanto el lobo como el zorro eran alimañas
que había que exterminar para librarse de un peligroso enemigo que se comía
aquello que las familias necesitaban para su propia subsistencia. Cuando un
cazador se cobraba una pieza de estas especies peligrosas recorría las aldeas
de la parroquia con el animal muerto colgado por las patas atadas y suspendido
por ellas en un palo que portaban dos mozos, visitando todas las casas para
recoger un donativo como agradecimiento por liberarlos de la amenaza. Esta
costumbre parece ser el residuo de un impuesto que se pagaba en la edad media a
los cazadores. Los aldeanos que tenían ganado pagaban o donaban a los cazadores
un cordero que se llamaba “o carneiro do lobo”, con la finalidad de que los
libraran del ataque de la bestia.
Los animales que se llevaban a pastar al monte eran
vigilados por quien hacía de pastor, generalmente los más pequeños de la
familia. Una vez en la finca, la vigilancia se convertía en una tarea monótona
y aburrida, de forma que los chicos y chicas que iban al monte con el ganado se
reunían para jugar o charlar con otros que estuvieran en la zona, matando las
horas hasta el momento de retornar, descuidando en muchas ocasiones su misión
de vigilancia. Estos momentos de descuido eran aprovechados por los
depredadores acuciados por el hambre para intentar cobrarse su pieza.
Si alguien veía un lobo acercarse a su ganado comenzaba a
gritar: ¡¡Ah ladrón!!, ¡¡Ah ladrón!!…. al tiempo que levantando la vara que
siempre se llevaba para guiar el ganado, intentaba acercarse a su ganado y
asustar al depredador. Si la pieza era grande, el lobo generalmente optaba por
escapar sin atacar la oveja. Pero si la pieza era un cordero pequeño, le echaba
las fauces al cuello y salía corriendo con su presa firmemente sujeta con sus
afilados dientes, arrastrándola o volteándola sobre su propio lomo para
facilitar su carrera, sin soltarla aunque lo persiguieran o le dispararan sin
dar en el blanco.
La historia que voy a relatar responde a unos hechos reales,
tal como yo los recuerdo y he oído contar en mi casa. Mi tío Severino, a
finales de los años cincuenta, ya casado con mi tía Manuela, era un joven aficionado
a la caza, práctica que nunca abandonó. Cuando ya trasladó su residencia a la
provincia de León practicó incluso la caza mayor en los Montes de León y la
vertiente leonesa de la Cordillera Cantábrica, cobrándose algún corzo de
notable envergadura. Como buen cazador también prestó especial atención a los
perros de caza, poseyendo varios a lo largo de su vida, que cuidaba con sumo
cariño. Sus aptitudes para la caza eran excepcionales, uniendo inteligencia,
astucia y constancia, complementados con una muy buena visión y puntería, que
ya se puso de manifiesto en el cumplimiento de su servicio militar donde fue
considerado tirador de primera.
Allá por el mes de octubre en una clara mañana, fresca pero
soleada, llevó las vacas de la familia a pastar a los montes de Peizás, como tantas
otras veces. Acompañaba a la pareja de vacas una oveja, que se tenía para
aprovechar su lana y las crías que producía. Esta lana se convertía en hilo
hábilmente trabajada por las madres y abuelas de la casa, las únicas que sabían
hilar usando el huso. Luego se enrollaba el hilo en ovillos, para luego tejer
con las agujas los gruesos calcetines de lana que ayudaban a combatir el frío y
la humedad del invierno dentro de las chancas perfectamente engrasadas.
Hizo Severino aquella mañana el camino, como tantas otras
veces, bajando primero hasta el río, cruzando el pequeño puente y subiendo
luego hasta la finca de pinos en Peizás, al cansino paso que marcaban las
vacas. Los caminos se llenaban del constante y familiar tintineo de las campanillas
de las vacas que permitían su localización si por cualquier circunstancia se
desviaban de su trayecto o se perdían entre la maleza. Este sonido, siempre
presente en aquella época, junto al chirrido del eje de los carros cargados
subiendo un camino en cuesta, yo los calificaría como los más distintivos de
aquel entorno, formando parte de la vida cotidiana de las aldeas. Cada uno era
capaz de distinguir el sonido de sus vacas en un tiempo en que había casi
tantas vacas como personas en la parroquia.
Como buen aficionado a la caza, Severino aprovechaba cada
oportunidad para disfrutar de su pasatiempo, de forma que cuando tocaba llevar
las vacas a Peizás u otra zona próxima a un bosque y no era época de veda,
solía llevar la escopeta colgada al hombro y la canana de los cartuchos atada a
la cintura. La finca a donde iban a pastar las vacas era completamente cerrada
con paredes de piedra, por lo que una vez dentro, no había peligro de que se
escaparan a otras fincas o se perdieran. Así pues, cuando hubo llegado y
acomodado a las vacas y la oveja en la finca y cerrado convenientemente el portillo
para que no se escaparan, se fue a recorrer el monte en busca de algún conejo.
El día era bueno para andar por el bosque, corría una ligera
brisa del norte y no se sudaba a pesar del esfuerzo. Después de una batida de
búsqueda de una pieza sin encontrar nada, ya pensó que no iba a ser un buen día
de caza y debería volver con las manos vacías. Había dado una gran vuelta de un
par de horas y cuando ya iba a retornar a recoger las vacas, pasó más abajo
cerca del río donde lo vio a un vecino, o Pezperello, que lo llamó y dijo:
-¡¡Oh Severino!!, tienes las vacas y la oveja en el monte?
Ten cuidado que anda un lobo grande por ahí. Lo vi hace un momento y lo tuve
que espantar para que no me atacara las ovejas.
Preocupado por el aviso, aceleró el paso para volver a su
finca y vigilar su ganado o se llevaría una bronca en casa si perdía la oveja
muerta por el lobo. Al llegar cerca de su finca fue con cautela para ver el
ganado y allí estaba un gran lobo dándose el festín con su oveja, ya muerta y
destripada. Tal vez ayudado por la dirección del viento que soplaba en contra
de su posición, el lobo no olfateó su presencia y continuó su festín. Como buen
cazador no se precipitó, ya que el mal ya estaba hecho, fue rodeando la finca
para acercarse lo más posible a la fiera sin ser advertido. Con mucho cuidado
fue ganando una posición favorable, y cuando ya la tuvo a tiro, apuntó con
cuidado, contuvo la respiración y apretó el gatillo. El certero disparo impactó
en la parte trasera del lobo, que salió corriendo como pudo dejando un rastro
de sangre que fue fácil seguir hasta que finalmente cayó muerto ya desangrado
en un paraje conocido como “As Cantareiras”.
Era realmente un lobo considerablemente grande, de una
envergadura muy superior a lo que se había visto antes por la comarca. Debía
medir más de metro y medio de cabeza a punta de la cola y no pesaría menos de
ochenta kilos. Severino miró con satisfacción y orgullo el gran animal inmóvil
y todavía caliente. Intentó cogerlo, pero enseguida se dio cuenta que él solo
no podría transportarlo, por lo que lo dejó allí y fue en busca de ayuda para
llevarlo al pueblo.
La presa causó notable expectación en toda la parroquia, de
forma que quedó expuesto en un muro que había en Requeixo en frente a la tienda
de Pepe. Allí estuvo durante casi una semana para que todos lo pudieran ver y
comentar la historia, felicitando al héroe de tan extraordinaria aventura. Este hecho tuvo repercusión, dado el tamaño
de la fiera, hasta el punto de que la noticia mereciera ser publicada en el diario
La Región de Orense.
Terminada la exposición pública de la fiera, la llevó a un
taxidermista que despojó al animal de su piel, convirtiéndola en una
extraordinaria alfombra, que extendida en el suelo conservaba su cola, las
garras de las patas y la cabeza. Recuerdo haberla visto en el suelo en casa de
mis tíos durante muchos años, causando admiración por su considerable tamaño y
la tonalidad grisácea y blanca del pelo, siempre muy brillante.
Esta piel ya no existe hoy en día. Lamentablemente un
accidente doméstico nos privó de su pervivencia y de la muestra viva de un
hecho tan singular. Mi abuela, ya con muchos años y con sus facultades mermadas,
en un descuido la quemó con un brasero, arruinándola y obligando a deshacerse
de ella.
En aquellos tiempos era tal la proximidad de la fiera al
hombre que, en épocas de hambre, el lobo se arriesgaba a llegar hasta las
aldeas, habiéndose dado el caso de haber atacado a un niño y con él en sus
fauces salir corriendo sin conseguir que lo soltara a pesar de los gritos y la
persecución de la gente. En algunos momentos de hambre las fieras asumen más
riesgo acercándose a las poblaciones y atacando presas más grandes como
terneros, mulas, burros o incluso al hombre.
El lobo ha estado siempre presente en la tradición rural
gallega. En las frías y lluviosas noches invernales, alrededor del fuego se
contaron muchas historias de brujas y de lobos. Historias a veces basadas en
hechos reales, transformadas y exageradas a través de la transmisión oral, y
otras muchas veces pura fantasía que traducía miedos colectivos a lo
desconocido. Una de las fantasías más recurrentes era la relativa a los
hombres-lobo. El hombre-lobo llegaba a
esta situación por capricho de la naturaleza, por un hechizo de una bruja o por
convivencia con los lobos desde la infancia. Existía la creencia de que un
matrimonio que tuviera siete hijos varones, sin ninguna hembra en medio, el último
hijo estaría marcado por un hechizo que lo convertirá en hombre-lobo. Éste
huirá al bosque donde permanecerá por siete años, atacando a otros hombres,
guiado solo por el instinto animal, no pudiendo ser herido ni capturado durante
este período.
Un claro ejemplo de estas historias es el relato corto,
escrito en gallego, “O lobo da xente”, del escritor Vicente Risco, publicado en
1925 en la revista-editorial Lar, y que quien tenga interés puede leer en el
siguiente enlace:
http://www.edu.xunta.gal/centros/ceiprosaliacorunha/system/files/O%20LOBO%20DA%20XENTE.pdf
También esta
temática ha sido llevada al cine en la película “Romasanta, la caza de la bestia”
del director Paco Plaza, en el año 2004, basada en hechos reales atribuidos a
Manuel Blanco Romasanta, el hombre-lobo de Allariz.
A la vista de
tantas historias terroríficas, no es de extrañar que a los niños se les asustara
diciéndoles que si no se portaban bien se los comería el lobo, o se los
llevaría el hombre del saco.
Dada la forzada
convivencia entre el hombre y el lobo, éste ha estado presente en la cultura
popular gallega a través de numerosos dichos, refranes o proverbios. Reproduzco
a continuación solo unos ejemplos de estos dichos relacionados con lobos:
Come o lobo de toda a carne, menos a súa que a lambe.
En terra de lobos ouvear coma todos.
Miña
sogra morreu onte,
Diola leve ó ceo dos lobos;
deixoume unha manta vella
toda chea de piollos.
Diola leve ó ceo dos lobos;
deixoume unha manta vella
toda chea de piollos.
Otra de las
alimañas de las que se tenía que proteger el campesino era el zorro. Animal
pequeño, pero astuto, con su vistosa cola, larga, peluda y hermosa, que cuando
el hambre lo acuciaba buscaba sus presas en los gallineros de las aldeas.
Para espantar al
zorro se le grita: ¡¡Ah Perico!! ¡¡Ah Perico!!, y a los perros para que
persigan a la raposa: Arrapa raposa!!
¡Arrapa, raposa,
e avanta no toxo!
e deixa a galiña
da miña veciña,
que ten dous pitiños
que quedan orfiños.
¡Arrapa e arrapa,
que a dona te atrapa
e bótache os cás
correndo detrás!.
¡Arrapa, raposa,
e avanta no toxo!
e deixa a galiña
da miña veciña,
que ten dous pitiños
que quedan orfiños.
¡Arrapa e arrapa,
que a dona te atrapa
e bótache os cás
correndo detrás!.
Es curioso el
nombre que se da al pan mojado en vino
tinto y rociado con azúcar, que se llama “Sopas de raposo canso”, (sopas de
zorro cansado), o también “Sopas de forza” (sopas de fuerza).
El zorro está presente en la cultura popular gallega en
numerosos refranes, dichos y proverbios. Solo a título de ejemplo trascribo los
siguientes:
O home, cando pretende
faise
doce e garimoso;
non fagas caso, meniña,
sonche as mañas do raposo.
A muller e o raposo, se perden a mañán, perden o día todo.
Miña nai de pequeniña
mandoume coas ovellas,
o volpe comeume un año
aquí lle traigo as orellas.
Durme,
meu meniño,
que vén o raposo
que vén o raposo
e vaite
levar
se te
pós fastidioso.
En la misma línea
de amedrentar a los niños se habla del Zorromeco, una figura de leyenda
popular:
Eí vén o zorromeco,
Eí ven o zorro, eí vén o meco.
Otro de los
peligros para los gallineros es la gonicela o donicela, traducida al castellano
como comadreja. Es un pequeño mamífero, con un tamaño entre 15 y 25 cms., de
cuerpo alargado, con cortas patas provistas de garras sumamente afiladas, con
una pequeña cabeza no más ancha que el propio cuello, siendo la cola también
corta. Debido a su pequeño tamaño, a su extrema flexibilidad, unido a sus
afiladas garras, puede entrar por huecos insospechadamente pequeños, o excavar
por debajo de las alambradas de los gallineros y conseguir entrar para atacar a
las gallinas.
La cultura popular
le atribuye un carácter venenoso, que ha sido recogido repetidamente por numerosos
dichos:
Se te morde a donicela,
busca viño e busca vela,
busca viño e busca vela,
que mañán che darán terra.
Se te morde a donicela, busca camisa pra terra.
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