Ceremonias Familiares - 2/2 - Bodas y funerales



Ceremonias Familiares – 2/2 - Bodas y funerales



Como continuación a las ceremonias familiares voy a tratar en esta segunda parte el matrimonio y los funerales.

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La boda



En la época de mis recuerdos, hacia mitad del siglo pasado, las relaciones de pareja llevaban su tiempo antes de cristalizar en un matrimonio. En primer lugar el hombre debía hacerse un lugar en la vida tratando de conseguir los medios de subsistencia para su esposa. Era muy frecuente en esa época que los recién casados convivieran con los padres o suegros en los primeros años después del matrimonio, aunque su aspiración era independizarse lo antes posible para ganar en intimidad e independencia, evitando los conflictos que toda convivencia genera. La mujer que vivía con su marido en casa de los suegros se sentía como una criada sin ningún derecho ni retribución. Los hombres emigraban temporalmente desde muy jóvenes, primero como aprendices acompañando a otro vecino más experimentado, para después del servicio militar trabajar ya por su propia cuenta. Estas temporadas fuera de casa les permitían acumular algunos ahorros que le dieran cierta seguridad en su futuro matrimonio. Esto hacía que tradicionalmente los hombres se casaban algo más tarde que las mujeres, rondando ya la treintena. En décadas anteriores la edad del matrimonio de los hombres se retrasaba incluso hasta la cuarentena. La edad normal para el matrimonio de las mujeres era a partir de los veinte años y antes de los veinticinco. Se creía que la moza que superara esa edad todavía soltera tendría dificultad en encontrar pareja.

Fotografía de Boda comienzos siglo XX


Los jóvenes de la aldea se conocían desde que nacían. Se veían en misa, en las ferias, en las fiestas patronales, en los bailes de los domingos, en los trabajos comunitarios tales como la siega, malla y esfollas, además de compartir las largas horas de pastoreo en el monte con las vacas, por citar solo alguna de las oportunidades para relacionarse y conocerse que cimentaban una sólida amistad, o que desembocaban en una relación más personal una vez despertado el interés mutuo. En esta larga convivencia se iban fraguando noviazgos, dentro de las estrictas normas morales de la aldea, donde todo se sabía y donde ningún secreto se mantenía. Cuando ya se comenzaba a percibir una amistad más especial, el mozo visitaba a la moza en su casa los jueves al atardecer, donde pasaban largos ratos hablando o bromeando en el corredor de la casa, siempre a la vista de la gente y convenientemente vigilados por algún adulto. Estas visitas eran esperadas con ilusión por ambas partes. La chica se aseaba después del trabajo en el campo y se vestía para lo ocasión, cuidando también su peinado. Los chicos también se aseaban para ofrecer su mejor imagen, aprovechando la charla para liar y fumar un par de cigarros de picadura encendidos con el chisquero de mecha y que en algunas ocasiones también ayudaban a superar algunos momentos de nerviosismo en las primeras citas.

Tabaco y accesorios comunes en los años 40

Las chicas mostraban preferencia por aquellos chicos que salían a trabajar fuera de la aldea en la emigración temporal y que notaban que contaban con más dinero en efectivo que los que se quedaban en el pueblo, vestían mejor en las fiestas e invitaban a las chicas a alguna consumición. En su fuero interno las mujeres aspiraban a dejar el pueblo y las pesadas labores agrícolas. Veían la vida en la ciudad como un mundo diferente al que aspiraban, sabiendo que quedándose en el pueblo renunciaban a ese sueño. Al margen del enamoramiento espontáneo también había matrimonios de conveniencia, fraguados generalmente entre las familias más adineradas para unir haciendas a través de la boda de sus hijos.



Tras un largo noviazgo formal que solía durar entre uno y dos años, y después de tener el sí de la novia, el mozo pedía la mano a sus padres. Esta petición, como tantos otros tratos en la aldea, solía hacerse en la cocina alrededor del fuego, lugar sobre el que giraba la vida de la familia. En la aceptación del pretendiente primaba más el aspecto práctico que el sentimental. Se valoraba que la pareja fuera de una familia honrada y trabajadora y que garantizara el sostenimiento de la mujer. Una vez aceptado el compromiso se solía hacer una comida entre las dos familias; primero en casa de la novia y luego en la del novio. Estas dos comidas eran una forma protocolaria de acercamiento entre los que serían consuegros y donde se trataban algunos aspectos prácticos relativos al nuevo matrimonio, forma de organizar la celebración, comida y otros detalles.

 

La novia comenzaba o continuaba con ilusión la preparación de su ajuar, como paso previo al matrimonio, que era el momento cumbre de su realización personal como mujer en la vida simple de la aldea. Una vez aceptado el compromiso, la pareja oficializaba su noviazgo frente al resto de la comunidad, adquiriendo un estatus especial que se reflejaba en su comportamiento en las relaciones sociales muy similar al de los matrimonios ya formalizados. Las rupturas posteriores de compromisos formalizados eran muy raras, pero cuando se producían podían tener fatales consecuencias para la novia, que corría el riesgo de no encontrar un segundo pretendiente, especialmente si ya sobrepasaba los veinticinco años.

Fotografia de Boda - Comienzos siglo XX


Después se fijaba la fecha de la boda y se comunicaba al cura, quien debía iniciar la apertura del expediente matrimonial y proceder a la proclama de las amonestaciones, que se anunciaban durante los tres domingos anteriores a la celebración. Las amonestaciones son una comunicación pública de la intención de la pareja de contraer matrimonio, pidiendo el cura que si alguien conocía algún impedimento para esa unión lo comunicase antes del enlace. Estos impedimentos pretenden evitar bodas forzadas, con vínculo de consanguineidad, personas ya casadas, y otras incompatibilidades.



En épocas de escasez, como son las relativas a la etapa que relato, no había medios económicos para muchas extravagancias en estas celebraciones. Los contrayentes acostumbraban a hacerse un traje nuevo para la ocasión, que luego serviría en otros acontecimientos formales. Lo que yo recuerdo es que las novias iban vestidas de negro, con mantilla del mismo color, y los hombres con traje también negro u oscuro, camisa blanca y corbata al gusto. La corbata negra solo se usaba por el hombre en caso de luto, junto al brazalete negro en la chaqueta. La novia compraba la tela negra en Orense y la modista del pueblo le hacía un vestido nuevo que luego se usaría en cualquier otra celebración. El único adorno alusivo a la ceremonia era el ramo de flores de la novia, que después del enlace se le dejaba como ofrenda a los pies de la Virgen. El ramo de flores se hacía con las que hubiera en ese momento en la aldea ya que nunca se compraban. El peinado de la novia se lo hacía ella misma ayudada por alguna amiga o familiar, aunque algunas veces se acudía a Orense en los días previos, siendo las permanentes la moda imperante de entonces. El único adorno sobre el vestido negro era la típica medalla de oro colgada al cuello, completado el atuendo con los imprescindibles pendientes y la alianza en el dedo después de la ceremonia. Lo que no se tenía se pedía prestado a otro familiar o vecino para la ocasión.

 

El enlace se acostumbraba a celebrar un sábado por la mañana, invierno o verano, según cuadrara, siendo preferible el verano, aunque no debía coincidir con las épocas de mayor actividad agrícola. Los invitados acudían por la mañana respectivamente a casa del novio o la novia, dependiendo de quién los hubiera invitado, donde tomaban la “parva”, que era una copa y un trozo de roscón o alguna galleta, a la vez que entregaban sus regalos. Desde allí salían todos juntos hacia la iglesia. En la iglesia no había ningún adorno especial, ni siquiera flores. A la misa asistían los contrayentes acompañados de los padrinos, familiares e invitados. El cura salía a recibir a los contrayentes a la puerta de la iglesia, les daba su bendición entrando ya ambos del brazo hasta el altar. Iniciada la misa, y después de las lecturas de la Epístola y el Evangelio, se celebraba la ceremonia del matrimonio propiamente dicha. La ceremonia preconciliar era mucho más sencilla que la actual:



Arrodillados los novios ante el sacerdote, respondían a la pregunta de si se aceptaban mutuamente como marido y mujer “según el rito de nuestra santa madre la Iglesia”, y respondían: “Sí, quiero”. Unían sus manos y el sacerdote proclamaba que ya estaban casados. “Ego vos coniungo in matrimonio in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti”. Seguidamente eran rociados con agua bendita y en silencio intercambiaban los anillos bendecidos por el sacerdote y se pasaban las arras. Finalmente el sacerdote daba la bendición nupcial.

Fotografia de Boda años 40


Era frecuente usar las alianzas y las arras de plata de la ceremonia prestadas por algún familiar o vecino que las tuviera. La alianza se compraba posteriormente lo antes posible, si todavía no se tenía, incluso aunque solo fuera de oro bajo. En aquella época no había cursillos prematrimoniales obligatorios, aunque sí era preceptiva la confesión para recibir el sacramento. Después de la ceremonia, los contrayentes, padrinos y testigos pasaban a la sacristía para firmar en el libro parroquial. Los novios solicitaban los padrinos entre sus familiares o amigos, no siendo costumbre en aquella época que los padres hicieran esa función.

 

Un caso especial de boda, que se daba con alguna frecuencia, era la boda “por poderes”. Ésta se producía cuando el novio había emigrado a algún país lejano, generalmente Sudamérica, haciendo sumamente costoso desplazarse exclusivamente para la ceremonia matrimonial. Existía un procedimiento mediante el cual el interesado comparecía en el consulado español correspondiente y otorgaba poder a un familiar en la aldea para que contrajera matrimonio en su nombre en la ceremonia religiosa. Posteriormente el nuevo esposo reclamaba a su esposa al país donde residía para reunirse y comenzar una nueva vida juntos.



Otro caso particular era la boda cuando alguno de los contrayentes estaba de luto. Esto podía darse con relativa frecuencia, teniendo en cuenta que el período de luto podía durar dos o tres años, dependiendo del parentesco de los novios con el fallecido. En estos casos ambos contrayentes adoptaban el luto, siendo la única diferencia respecto a una boda normal que se prescindía de las celebraciones profanas, incluida la comida nupcial, y que el novio adoptaba la corbata negra, ya que la mujer siempre se casaba de negro, añadiendo en esta ocasión también las medias negras, que eran exclusivas del luto.



Después de la misa y la ceremonia se hacía un desayuno con chocolate, roscón y las bebidas habituales de anís, coñac, licor café y vino Sansón, siguiendo luego el baile en el salón, o al aire libre. En la segunda mitad de los años cincuenta, cuando la situación económica iba mejorando, ya se generalizó hacer comida para los invitados en la propia casa o en el salón de baile. Se pedía prestada la vajilla, sillas, y demás utensilio así como el menaje necesario para una comida tan numerosa, que preparaba alguna cocinera habituada a ese tipo de comidas. El menú era el tradicional para estas grandes ocasiones: cocido, sopa, carne cocida, carne guisada con arroz, terminando con roscón o arroz con leche, café y los tradicionales licores. Como era habitual en este tipo de comidas festivas había cantidad suficiente para que todo el mundo quedara totalmente saciado, alargándose hasta bien entrada la tarde para enlazar con el baile amenizado por el acordeonista del pueblo. Algunas veces se celebraba una “reboda” al día siguiente en casa del novio, con un carácter más íntimo y familiar. En estas comidas no había tarta nupcial, no se repartían puros ni ninguna de las extravagancias que las modas han ido imponiendo.



Fotografia de Boda - Años 50
Los regalos que recibían los contrayentes eran escasos y de orden eminentemente práctico, dadas las carencias del momento. Utensilios domésticos o prendas prácticas, como colchas, mantas, alfombras, sábanas, juegos de toallas, vajilla y utensilios domésticos. Era frecuente entregarlos el propio día de la boda antes de la ceremonia en casa de los contrayentes. El viaje de novios no era habitual, y como mucho se aprovechaba la ocasión para visitar a algún pariente que residiera en otra población para dormir en su casa y pasar algunos días fuera de la aldea sin necesidad de pagar una pensión u hotel. De todas formas, los recién casados que se lo podían permitir se marchaban de luna de miel tres o cuatro días, o incluso una semana, siendo Vigo el destino más habitual. Hay que recordar que en aquella época el hombre viajaba fuera de su aldea con bastante frecuencia por sus temporadas de emigración estacional, pero la mujer raramente salía de su comarca, salvo con ocasión del viaje de novios. Las fotografías de boda se limitaban a la foto formal que se hacía en el estudio fotográfico de Orense, a donde se acudía en los días siguientes a la boda, siendo el ramo de la novia aportado por el propio fotógrafo para la ocasión. Lo que he referido es lo que yo he visto entre la gente sencilla de la aldea. Seguramente habría casas que se permitían otros lujos y caprichos, pero en todo caso serían la excepción y no la regla general de lo que he relatado. A medida que avanzaba la década de los cincuenta y sobre todo en los sesenta, rápidamente se fueron adoptando las costumbres y celebraciones ya generales en el resto del Estado.





Los Santos Óleos



El Jueves Santo tiene lugar la “misa Crismal”, concelebrada por el obispo, donde el centro de la ceremonia es la bendición de los santos óleos, que necesariamente debe ser hecha por parte del Sr. Obispo. La bendición suele hacerse después de las lecturas sagradas y sobre los tres tipos de aceites: El santo crisma, el óleo de los catecúmenos, y el óleo para la unción de los enfermos. Se usarán para los sacramentos del bautismo, confirmación, orden y extremaunción respectivamente. El santo crisma se consagra, en tanto que los otros óleos solo se bendicen. Los Santos Óleos son una mezcla de aceite de oliva con algún bálsamo o aroma para obtener fragancias simbólicas.

Los tres tipos de Santos Óleos


El óleo de los catecúmenos se usa sobre el niño que se va a bautizar antes del bautizo. El santo crisma se usa después del bautismo, en la confirmación, en el orden sacerdotal y en la consagración de nuevos templos. El óleo de los enfermos se usa para infundir valor al enfermo en trance de muerte.





El Concilio Vaticano II



El Concilio Vaticano II fue un concilio ecuménico, es decir, de carácter general donde fueron convocados todos los obispos por el papa Juan XXIII, que lo anunció en 1959. La primera sesión se celebró en 1962, siendo clausurado en 1965 ya por el papa Pablo VI.

 
El Papa - Juan XXIII

El Papa - Pablo VI


Los objetivos del concilio fueron muy amplios, aunque de forma general podemos resumirlos diciendo que fue una puesta al día de la iglesia para adaptar la religión católica a los tiempos actuales, buscando a la vez una renovación moral de la vida cristiana de los fieles.



Hago referencia a este acontecimiento en este blog, ya que la renovación de la liturgia que implantó supuso un cambio fundamental en la forma de vivir la práctica religiosa. Se abandonó el latín en las ceremonias litúrgicas para acercarse más a los fieles haciéndolos partícipes de las celebraciones. Se simplificó el ceremonial y el atuendo de los clérigos, despojándolos de los diseños recargados, haciéndolos más sencillos y funcionales, abandonando además la tradicional sotana por parte de los sacerdotes en su vida diaria. Se implantó la celebración de la misa de cara a los fieles, que a su vez debían participar de una forma más directa en su desarrollo expresándose en su propio idioma. Los cambios anteriores son solo un ejemplo de la profunda reforma en la liturgia católica, alcanzando la actualización en la forma y el fondo a otras muchas áreas que no son el objeto de este blog. En definitiva fue una ruptura con el pasado que coincidió con la modernización de España en su conjunto, tanto en el aspecto económico como social.

Asistentes al Concilio Vaticano II


Todas las ceremonias litúrgicas que relato en este post sobre acontecimientos santificados con un sacramento se desarrollaban en latín, por lo que las frases rituales pronunciadas por los clérigos que indico en el texto, bien son traducciones o bien son la adaptación posconciliar de las mismas. En la medida de lo posible he procurado respetar el rito vigente en el momento a que se refiere el relato.

Cruz Parroquial de San Cristóbal de Armariz




El Entierro



Pocas cosas recuerdo tan vivamente de mi niñez como las muertes y los entierros en la aldea. Dada la relación de convivencia tan estrecha entre todos los vecinos, el fallecimiento de una persona era vivido como algo personal, quedando toda la aldea afectada por la triste noticia. En la época que yo recuerdo no se ingresaba en un hospital, sino que se pasaba toda la enfermedad en la propia casa, contando como mucho con la visita esporádica del médico.

Administración del Viático


Cuando la muerte llamaba a la puerta, generalmente había estado precedida por una penosa agonía sin prácticamente ningún tipo de medida paliativa para combatir el dolor. La tristeza y la desesperación iban haciendo mella en el ánimo y estado de los familiares incapaces de prestar una ayuda más eficaz al moribundo que no cesaba de quejarse. Esta impotencia conducía a la progresiva aceptación de lo inevitable.



El enfermo quería iniciar el tránsito en paz con Dios y con los vivos. Se llamaba al cura que acudía a la casa a confesar al moribundo y darle la extremaunción ungiéndolo con los santos óleos y administrándole el viático o comunión. Hay que indicar que por Pascua, momento en que se debía cumplir con el precepto de confesar y comulgar por lo menos una vez en el año, el cura recorría la parroquia muy temprano para permitir el cumplimiento del precepto de los enfermos que no podían desplazarse a la iglesia. Iba en esta ocasión revestido con un alba corta o sobrepelliz blanco y estola, con el copón de las sagradas formas cubierto con un paño, acompañado del sacristán que iba tocando una campanilla.

Duelo en una casa burguesa


El quinto sacramento es la extremaunción cuya materia es el aceite de oliva bendecido por el obispo. Este sacramento no debía darse más que al enfermo cuya muerte se temía. Aunque el rito consiste en ungir las distintas partes del cuerpo representativas de los sentidos, en caso de necesidad se podía realizar una unción única, con la fórmula integral: “Por esta Santa Unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo para que, libre de tus pecados, te conceda salvación y te conforte en tu enfermedad”. Respondía el enfermo: Amén.



Duelo en una casa rural
Cuando ya se producía la muerte, se preparaba al difunto. Lo primero era cerrarle los ojos y la boca antes de la aparición de la rigidez propia del rigor mortis. Si era hombre se le afeitaba, lavaba y vestía con sus ropas de fiesta, más antiguamente incluso con su propio traje de boda. Esta labor la realizaban sus propios familiares ayudados por algún vecino voluntario experto ya en estos quehaceres. Quedaba tendido en la caja, con las manos cruzadas sobre el pecho, en la habitación más amplia de su casa, con cuatro candelabros con velas que eran prestados por la iglesia, distribuidos a ambos lados de la caja. Se colgaban dos mantones negros de ocho puntas en la pared de la cabecera, sobre los que se colgaba un crucifijo. Se tapaban todos los demás muebles y objetos de la estancia con otros mantones o telas negras. Se instalaban a un lado de la caja algunas sillas o bancos para acomodar a los familiares, que iban recibiendo la visita y pésame de amigos y vecinos.

Duelos en una casa rural


Los ataúdes eran confeccionados por el carpintero local, barnizados en color marrón oscuro o negro. Aunque sencillos, contaban con un cierto trabajo de ebanistería, con adornos en relieve sobre la propia madera en los laterales y sobre las aristas de la tapa. Llevaban unos herrajes de bronce, dos a cada lado, que eran asas para coger la caja y sobre la tapa llevaba también un Cristo crucificado, también en bronce. Estos herrajes y Cristo se desinstalaban antes de introducir el ataúd en la tierra. A lo largo de los años cincuenta los ataúdes ya contaban con el interior acolchado y forrado en tela de raso blanca. En décadas anteriores el ataúd en su interior era un simple cajón de tablas, al que se le acomodaba una pequeña almohada para la cabeza del fallecido. El exterior siempre contó con una cierta decoración y barniz, dentro de su sencillez.



Durante las largas horas que transcurrían entre el fallecimiento y el entierro se rezaban muchos rosarios, que solía dirigir alguna mujer piadosa con conocimiento de los misterios dolorosos, y habituada a hacerlo. Por la noche se velaba al muerto y acompañaba a la familia. Era este un acto muy tradicional en la cultura popular gallega, donde se unía la tristeza de la familia con la normalidad de la vida cotidiana. El objetivo del velatorio puede interpretarse como una forma de aliviar la tensión de la familia que se siente acompañada al mismo tiempo que la propia comunidad se solidariza con uno de sus miembros que la abandona. Los jóvenes que acudían al velatorio aprovechaban la ocasión como una oportunidad más para relacionarse. En los velatorios, después de dar las condolencias a los familiares, glosar las cualidades del fallecido y la tristeza por su pérdida, se pasaba a hablar de las cosas triviales de la aldea, de historias, e incluso con bromas y chistes, que poco tinían que ver con el sentir de la familia. Estas reuniones se hacían en el exterior de la casa durante el buen tiempo o en la cocina al abrigo del fuego en invierno. Aunque esto era lo habitual, también hay que decir que había familias que no admitían esa actitud desenfadada y despachaban a los alborotadores. Esta aparente irreverencia tal vez tiene conexión con la antigua tradición celta, en la que el fallecido dejaba pagado un gran banquete de despedida, acompañado de abundante alcohol, que sin duda concluiría en un ambiente festivo y alegre en ese trascendental momento.

Celebración de funerales de cuerpo presente


Producido el fallecimiento, inmediatamente comenzaban a tocar las campanas el plañidero sonido de difuntos. Creo recordar que eran dos toques lentos con el bordón o campana grande, seguidos de uno algo más agudo de la campana más pequeña, aunque no estoy seguro. Tampoco recuerdo si había distinto número de toques según el fallecido fuera hombre o mujer. En otros lugares es común que sean tres toques bajos y uno alto para los hombre, y dos y uno respectivamente para las mujeres. Rápidamente toda la parroquia sabía que había una muerte y enseguida se corría la noticia de quien era el fallecido. El sacristán continuaba los toques de duración determinada según lo acordado. El día del entierro las campanas tocaban a difuntos ininterrumpidamente desde la salida del féretro de la casa hasta la llegada a la iglesia. Las flores no tenían un protagonismo especial en nuestra parroquia, si bien se solían alquilar en Orense coronas que llamaban de plumas, con las tradicionales cintas moradas y letras doradas con las dedicatorias habituales de “Recuerdo de esposa e hijos”, y similares. En tiempos en que las comunicaciones eran mucho más lentas y dificultosas que hoy en día, el entierro se retrasaba a veces dos o incluso tres días desde el fallecimiento para permitir la llegada de algún familiar residente en algún lugar lejano.

Responsos antes de la salida para el Cementerio


Una de las imágenes más dramáticas que recuerdo de mi niñez en la aldea fue la salida del féretro de una casa, con lo aparatoso que suponía bajar la caja por las empinadas escaleras, donde difícilmente cabían los cuatro hombre que debían hacerlo. La viuda se asomaba a la ventana con un dramático llanto, en actitud de impedir que se llevaran el ataúd, lanzando desesperados gritos, alabando las cualidades del fallecido, siendo sujetada por otros familiares que intentaban calmarla. Esta escena y otras similares llenas de dramatismo sobrecogen a cualquiera no habituado a estos trances. Es muy difícil juzgar hoy estas actitudes, ya que estamos muy alejados de la mentalidad y costumbres de aquella época, no siendo capaz de juzgar cuanto había de sentimiento sincero o de teatralidad ancestral heredada de los modelos de comportamiento vigentes en el alma colectiva.

 
Entierro en el Cementerio

Acudía el cura a casa del difunto para levantar el cadáver, acompañado del sacristán con el acetre o calderín del agua bendita para mojar el hisopo y bendecir al fallecido salpicando el agua bendita sobre el ataúd. En esta ocasión el único color blanco que se veía era el alba blanca con la que se revestía el cura para el ceremonial. Previa una oración y responso y aspersión del agua bendita con el hisopo, se cerraba la caja clavando la tapa, que se llevaba a hombros por cuatro hombres. Hay que señalar la considerable distancia que hay en nuestra parroquia desde cualquier casa hasta el cementerio. Portar el féretro hasta su destino final no era un simple gesto protocolario sino un servicio duro y cansado que realizaban los hombres convecinos del fallecido, turnándose periódicamente. Hay que recordar el difícil estado de los caminos en aquellos tiempos cuando todavía no había carreteras o los caminos carecían del firme asfaltado actual. Abría la comitiva un estandarte negro, escoltado por dos faroles de la parroquia insertados en la punta de su mástil, seguido de la cruz parroquial, luego iba el féretro y a continuación el cura escoltado por el sacristán siempre con el acetre y el hisopo al alcance del párroco. Seguían a continuación cuatro familiares con las velas encendidas que iluminaron al fallecido en su casa, terminando el cortejo con el resto de asistentes, vecinos y amigos del finado. Se llevaba una especie de pequeña mesa para apoyar la caja en los cruces de los caminos donde se rezaban responsos y se aprovechaba para relevar a los porteadores. Los familiares más directos no asistían al entierro, especialmente en el caso de esposa e hijas, quedando en casa sumidos en el llanto.

 
Entierro de Primera con siete curas

Los funerales eran actos multitudinarios. Prácticamente asistía toda la parroquia y gente procedente de otros lugares donde el fallecido o su familia tuvieran relaciones de amistad o de trato comercial. Acudían también todos los familiares incluso si el parentesco era de un grado lejano y aunque no se vieran con habitualidad para otros actos sociales. Era norma que si por razones de trabajo inaplazable no se podía ir al entierro todos los miembros de una familia, que acudiera al menos un representante.

Ejemplos de Luto en mujeres y hombres


A la puerta de la iglesia esperaban el resto de curas concelebrantes también revestidos de su túnica blanca. Al llegar a la puerta de la iglesia se posaba la caja en la mesa que se llevaba al efecto, comenzando los responsos que eran pagados por los asistentes que honraban así al fallecido. Dependiendo de la cuantía pagada, así era el responso de largo o de florido, pudiendo ser rezado o cantado en gregoriano. Todo este ceremonial era en latín, que nadie entendía, por lo que no faltaban los bromistas que traducían el canto de los curas, y con la tradicional retranca decían:



¿Sabedes o que cantan os curas no responso?

“Cinco duros, cinco duros, cinco duros ben seguros a conta de catro burros”.



El funeral era una ceremonia fundamental para la gente de aquella época, que no escatimaban en gastos para asegurarse la entrada en el cielo directamente sin pasar por el purgatorio, pagando costosos entierros. Había entierros sencillos, con uno, dos o tres curas, siendo entierros con capote cuando había más de cuatro curas oficiantes. Era la familia la que iba a las parroquias vecinas para contratar la asistencia de otros curas, lo que suponía un gasto considerable en una época en que siempre eran escasos los recursos económicos de las familias. La categoría del entierro era una forma de manifestar el potencial económico de una familia.

Féretro infantil


Una vez terminados los responsos se introducía el féretro en la iglesia quedando depositado en el pasillo central al borde del presbiterio y bordeado por seis candelabros con cirios, tres a cada lado aunque esto dependía de lo contratado, que fuera con cera o sin cera. Era entonces cuando todos los curas oficiantes se revestían con las casullas y capotes negros. Se cantaban entonces las vigilias por los curas celebrantes sentados a ambos lados del presbiterio delante del altar, unos enfrente de otros. En aquella época el ceremonial era en latín, siendo incomprensible y misterioso para todos los asistentes que escuchaban sobrecogidos los responsos y demás conjuros litúrgicos. Terminadas las vigilias se tocaban entonces las tres campanadas reglamentarias y comenzaba la misa.



Terminado el ceremonial se procedía a dar tierra al difunto. En aquella época, aunque ya algunas pocas familias disponían de su panteón particular, lo normal era el entierro en una fosa cavada en la tierra, trabajo que hacía el enterrador. Se procedía en aquel momento a despojar la caja de los herrajes metálicos de bronce, las asas laterales y la cruz con el Cristo que tenía clavada en la tapa. A continuación se pasaban dos cuerdas por debajo de la caja, que sujetas por sus extremos por cuatro hombres, la hacían descender lentamente al fondo de la fosa. Estos momentos eran de silencio sepulcral, oyéndose solo los responsos y oraciones recitados por el cura y algún llanto contenido o alguna escena más dramática protagonizada por algún familiar directo que estuviera presente.

Duelo por niño fallecido


Los amigos o algún familiar asistente cogían un puñado de tierra, la besaban y echaban sobre la caja. Llegados a este punto la gente se dispersaba cada uno a sus obligaciones, quedando el sepulturero cubriendo la fosa y formando un resalte o túmulo sobre el suelo con la forma de la caja. Se clavaba una cruz en la cabecera, que podía ser de madera u otro material.



El recinto del cementerio no es excesivamente grande y dada la población tan numerosa que había en esa época, era muy frecuente que al hacer una fosa para un enterramiento aparecieran huesos y restos de anteriores entierros. Estos restos se echaban en el osario que había anexo a la iglesia en su lateral izquierdo. El osario era como un cuadrado construido en piedra, de una altura de unos dos metros, sin cubierta.



Después del entierro los familiares regresaban a casa del fallecido, donde acostumbraban a  compartir comida, intentando volver a la normalidad. Se pasaba revista a la situación en que queda la familia y se comentaban y discutían las disposiciones a tomar, especialmente la distribución entre ellos de los gastos del entierro. Ese retorno a la normalidad cotidiana, ya que la vida continúa, se refleja en la siguiente copla:



El difunto está en la iglesia,
la mujer esta apenada,
vamos comiendo y bebiendo,
con llorar no se hace nada.

Duelo por niño fallecido


Los familiares ofrecían misas periódicamente por el eterno descanso del fallecido, que pagaban al párroco, y que eran anunciadas en la misa dominical para conocimiento de los más allegados con objeto de invitarles a la celebración. Caso particular era el novenario, que consistía en nueve misas y rosarios que se celebraban durante nueve días seguidos después del entierro. Como acto de especial relevancia también recordamos que era habitual celebrar el Funeral Aniversario, conocido como cabo de año. Este acto consistía en una misa a la que se invitaba a asistir a todos los familiares, amigos y demás conocidos y que era como un segundo funeral, con misa y responsos.



Una vez producido el fallecimiento, los familiares se sometían a un período de duelo que se manifestaba en un luto riguroso. La duración del mismo dependía del grado de parentesco con el fallecido. La viuda llevaba luto riguroso durante dos o tres años como mínimo, pero si era de mediana edad, generalmente lo mantenía ya de por vida. Por los padres o hijos también eran dos años de luto. Por un hermano, un año y por los abuelos seis meses. En nuestra parroquia no se acostumbraba a guardar luto por tíos o primos. Durante el tiempo de luto no se asistía a ninguna fiesta ni manifestación social, salvo ir a misa y a trabajar. No se ponía la radio cuando ya la había ni se cantaba. Transcurrido ese primer período se comenzaba con el alivio de luto, introduciendo algún color discreto, como el blanco, en los cuellos o alguna prenda secundaria, como por ejemplo las blusas. Finalmente se llevaba medio luto con colores discretos como el gris o malva antes de dar por terminado el duelo.

Entierro infantil


Los hombres manifestaban el luto con la corbata negra, un brazalete negro sobre la manga de la chaqueta, un botón forrado de negro en la solapa o una cinta cosida en la solapa. Si usaban sombrero, también llevaba una cinta negra alrededor de la copa. Las mujeres llevaban todas sus prendas de negro riguroso, incluida la ropa interior. Para aprovechar la ropa existente y dada la escasez de recursos de la época, se procedía a teñir toda la existente, cociendo las prendas en agua con tinte negro en grandes ollas.



Ya en los años cincuenta se acostumbraba encargar recordatorios del fallecimiento donde constaban los datos del fallecido, nombre, edad, fecha del fallecimiento, y nombre de los familiares con indicación del parentesco, rogando a todos una oración por su eterno descanso. Estos recordatorios tenían en su anverso una imagen de la pasión, bien un Cristo crucificado coronado de espinas, o una Virgen Dolorosa llorando.



Un caso particular de los entierros eran los que correspondían a los niños fallecidos. El proceso general no se diferencia mucho del de los adultos, excepto que todo se adornaba de blanco. En la habitación donde se les velaba estaban los muebles cubiertos de blanco, así como la sábana que se ponía en la cabecera bajo el crucifijo. La caja era también blanca. Los niños que fueron sus compañeros y amiguitos, acudían a visitarlo para darle su adiós. Serán estos niños o niñas quienes portarán la caja hasta el cementerio, dependiendo de que el fallecido fuera niño o niña. En estos casos la caja se portaba sujeta por las asas laterales y no al hombro.

Peto de Ánimas de Saa


Los petos de ánimas son construcciones en piedra, generalmente en cruces de caminos, que se construyeron fundamentalmente a partir del siglo XVIII, y cuya finalidad era recoger las limosnas de los caminantes para liberar a las ánimas que temporalmente están en el purgatorio antes de poder entrar en el cielo. Como contrapartida, estas ánimas liberadas intercederán en el futuro por aquellos que les ayudaron con sus limosnas. Suelen estar rematados por una cruz, contando con alguna imagen alegórica a las ánimas del purgatorio protegida por barrotes y un peto en la parte frontal para depositar la limosna.

Anverso de un Recordatorio de fallecimiento

Reverso de un Recordatorio de fallecimiento


Las fotos que ilustran este post son mayoritariamente tomadas de la web, sin que pueda precisar su origen, por lo que agradezco a los autores su inestimable contribución para mantener en la memoria esas imágenes que nos acercan un pasado ya lejano. Las fotos de los funerales en Galicia creo que son mayoritariamente del fotógrafo Virxilio Vieitez, cuya aportación, para acercarnos un auténtico testimonio etnográfico de nuestra tierra, es impagable.


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