Frio invernal - Sabañones y cabrillas


Sabañones y cabrillas 
                                    2021/01/10

Ayer sábado estuve paseando por las orillas del canal Imperial de Aragón que ofrecían una belleza especial resaltada por el blanco manto de nieve que lo cubría todo. Los árboles, desprovistos de hojas en su época de reposo, de repente se vieron adornados por los copos de nieve que se acumulaban sobre sus ramas, incluso las más finas, dando la sensación de una nueva primavera blanca surgida en otra dimensión mágica. La mañana era fría, pero bien protegido con las prendas que los nuevos tejidos ofrecen, ayudado de un bastón de trekking para evitar resbalones involuntarios, pude disfrutar de la belleza del entorno sin riesgo y con relativo confort. La borrasca Filomena, además de las desgracias que siempre acarrean tales fenómenos atmosféricos, ha dejado momentos de disfrute para niños y mayores en este fin de semana tan excepcional.

 

El frío invernal con su mejor cara
El frio invernal con su mejor cara

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Claro que no es la primera nevada de la ciudad, pero las circunstancias nunca son las mismas. En otras ocasiones han coincidido con días de labor, provocando más las críticas por las incomodidades que produce que el disfrute de sus encantos hurtados por las obligaciones laborales. También en mis años jóvenes, y no tan jóvenes, frecuenté la montaña, en especial el Pirineo aragonés, tanto en verano como en invierno. El esquí alpino me proporcionó momentos de gran disfrute con mis amigos en nuestras escapadas domingueras. Los madrugones y el frío nunca supusieron ningún inconveniente frente al placer de deslizarse sobre el blanco lecho de nieve, desafiando el equilibrio a costa de coordinación y perfecto dominio del centro de gravedad.

Con la perspectiva que da la edad, y el sosiego de las obligaciones ya sobradamente cumplidas, hay tiempo para el recuerdo y la evocación de épocas pasadas en un entorno totalmente diferente pero muy querido. Me refiero a mi niñez en Armariz, antes del traslado de mi familia a nuestro nuevo hogar en Zaragoza. En otros artículos he relatado mis vivencias y recuerdos de los años cincuenta en el pueblo, donde en general son todos felices, o con pequeñas incomodidades que se vivían con naturalidad porque no se podía desear lo que no se conocía. Pero si hay una sensación desagradable y dolorosa, todavía muy presente en mi mente y que desearía haber evitado, es el húmedo frío invernal. Es, sin lugar a dudas, la sensación más penosa de mis años infantiles.


La escarcha mañanera como fiel testigo de la helada nocturna

Frío intenso al meterse en la cama, donde las sábanas se sentían como mojadas por la baja temperatura y la humedad ambiental. El pijama era desconocido y la única protección era la camiseta de felpa, complementado con unos calzoncillos largos del mismo tejido en el caso de los más ancianos. Los pies, siempre la parte más difícil de entrar en calor, se procuraba atemperarlos frente al fuego antes de meterse en la fría cama. Cuando, a pesar de ello, no se conseguía que el calor corporal venciera el frío ambiental se recurría a una botella de barro, o simplemente de cristal si no se disponía de algo más adecuado, llena de agua caliente para actuar como calientapiés. Las bolsas de goma planas, tan populares años más tarde, eran desconocidas en esa época. Las recias y desgastadas mantas de lana, o borra de lana en la mayoría de los casos, dificultaban el revolverse en la cama por su peso. La verdad es que una vez que se calentaba el lugar ocupado por el cuerpo ya no se arriesgaba uno a moverse hacia otras zonas más frías del colchón. Las puertas no ajustaban bien y los tejados no tenían ningún tipo de aislante bajo las tejas, por lo que frío ambiente, día tras día, campaba a sus anchas con total ausencia de medio alguno de calefacción. Por la mañana, el lavado de cara y manos era, para los niños, un acto de valor heroico. Sólo saltar de la cama era entrar de nuevo en contacto con el gélido y húmedo ambiente, y prueba de ello es que, en alguna ocasión, la jarra con el agua para lavarse la cara en el palanganero de la habitación aparecía por la mañana con el agua convertida en un témpano de hielo. El “lavado de gato” se limitaba a las manos y las legañas de los ojos. Me admiraba ver a mi padre o abuelo mojarse y enjabonarse bien toda la cara, orejas y cuello, e incluso cabeza, en este aseo matutino, y que a mí me parecía insoportable.


Muestra de los molestos sabañones

La higiene general en estas condiciones ambientales era muy limitada. Se lavaban los pies, la cabeza y otros lavados ocasionalmente, aunque siempre parciales y raramente un baño completo. El agua había que acarrearla desde la fuente, en “olas” u ollas de barro traídas sobre la cabeza por las mujeres de casa, calentarla al fuego y lavarse en un balde grande o tina para la ropa.

El lavado de la ropa era una tarea sumamente penosa reservada a las mujeres, siempre cargadas con las más duras tareas domésticas, carentes de toda ayuda mecánica que la tecnología ha ido aportando al confort diario. Su abnegada labor no se limitaba al ámbito doméstico, ya que también había que atender el ganado y las labores agrícolas que nunca admiten descanso. Con una tinaja en la cabeza llena de ropa sucia iban hasta el río, donde arrodilladas en el frío y mojado suelo lavaban la ropa restregando una y otra vez sobre una piedra desgastada por el agua y su uso continuado, ayudadas del tradicional tajo de jabón Lagarto. Como única protección para las rodillas usaban algunos trapos viejos enrollados a modo de almohadilla. Algunas afortunadas tenían una especie de cajón protector para evitar las salpicaduras del agua y el suelo mojado. El lavado no solo era penoso sino también prolongado, ya que la ropa manchada por las labores agrícolas requería repetidos restregados para desprender la suciedad acumulada durante toda la semana. El domingo era el día de asearse y ponerse camisa y ropa limpia para asistir a la misa parroquial. Las manos se enrojecían y se volvían insensibles por el frío. Terminada la colada volvían con la tinaja a la cabeza llena de la ropa mojada soportando un peso que, hoy, a todas luces, consideraríamos excesivo. Se tendía la ropa en el exterior que, expuesta a las frías y heladoras noches, a la mañana siguiente tras una helada nocturna podía aparecer rígida como una tabla por la congelación de su propia humedad, debiendo evitar tocar las prendas o doblarlas para no dañarlas o romperlas.

Sabañones en los pies

Cuando una vez terminado el trabajo se llegaba a casa con las manos ateridas de frío y se acercaban al fuego para calentarlas, en lugar de la esperada agradable calidez del fuego se experimentaba un intenso dolor punzante, especialmente en la punta de los dedos, hasta que la sangre volvía a circular con normalidad. Podían aparecer entonces los molestos sabañones, que afectaban a las manos y pies de niños y mujeres especialmente, aunque también podían manifestarse en las orejas o la nariz. La zona afectada quedaba enrojecida y sometida a un intenso picor. El excesivo rascado para aliviar la comezón de los sabañones podía llegar a producir erosiones cutáneas sangrantes. Otra manifestación del calor prolongado localizado eran las “cabras” o cabrillas, que consistían en unas muchas moradas reticuladas que aparecían en la piel de las piernas por el prolongado calor concentrado en esa zona concreta. Podían producir picor y, en personas mayores con problemas circulatorios, también podían provocar ampollas y ulceraciones por el rascado para aliviar la comezón.

Todos los niños vestíamos pantalones cortos, tanto en verano como invierno. La ropa de invierno consistía en una camiseta de felpa de manga larga, una camisa y un jersey de lana, calcetado por las propias madres al igual que los gruesos calcetines. Como calzado, la mayoría usábamos los zuecos o “chancas”, debidamente engrasados para suavizarlos e impermeabilizarlos ligeramente, complementado con los referidos calcetines de lana. Completaba el vestuario invernal un abrigo, muchas veces hecho de la tela de otro viejo de nuestros padres, o de la adaptación de una simple chaqueta de adulto. Los sastres y modistas de esa época de escasez eran habilidosos artistas en esta tarea de adaptar o confeccionar prendas recicladas de restos de otras más viejas. Los guantes raramente se usaban, siendo los únicos disponibles los de punto de lana que se calcetaban en la propia casa.

Marcas de las cabrillas o cabras en las piernas
 

Con las piernas al aire y la cabeza descubierta sin gorros de ningún tipo, los niños nos enfrentábamos a las duras condiciones invernales de lluvia, humedad y frío. Los catarros y resfriados nasales eran corrientes y los mocos verdosos colgaban de la nariz llegando hasta la boca. Los pañuelos de tela eran un lujo y no siempre se tenían a mano. No era raro ver las mangas de los jerséis en el puño con una costra por los mocos limpiados con ellas. También el frío en las horas de escuela era un suplicio, sin poder moverse y las manos ateridas para poder escribir. Creo recordar que hacia finales de los años cincuenta se instaló una estufa de leña en la escuela de los chicos de la Torre.

La iglesia era otro lugar especialmente frío donde nunca entraba el calor. Las largas misas se hacían eternas por la inmovilidad que requerían y el frío intenso que se concentraba, como lo eran las largas ceremonias de la época, funerales, novenas, rosarios y otros actos religiosos.

La única fuente de calor era originariamente el fuego en el suelo, donde a la vez se cocinaba colocando las ollas sobre un “trespés” o trébede. Las cocinas económicas se fueron generalizando al final de los años cuarenta y a lo largo de los cincuenta, pero antes de la guerra civil eran muy pocos los que disfrutaban de esa modernidad. La “lareira”, que son las losas de piedra en el suelo sobre las que se hacía el fuego, solía estar cerca de una esquina de la pieza que hacía las veces de cocina. Apoyado en una de las paredes había un banco o “escano”, con o sin respaldo, según las posibilidades de cada casa. Ahí se sentaban las personas mayores. Los más jóvenes se ponían alrededor del fuego sentados en unos banquitos o taburetes bajos. En el techo, encima del fuego estaba el “canizo”, un entramando de varas de donde colgaban los chorizos para curar aromatizados por el efecto del humo. Sobre un entramado de madera, igualmente sobre el fuego, también se secaban las castañas “pisadas” o pilongas.


Mujeres lavando en el río, aunque no es invierno
 

Otra de las duras tareas invernales era la matanza, tema al que ya dediqué un artículo anterior. Todo el proceso se desarrollaba en un ambiente frío, en este caso es condición necesaria para una buena conservación y preparación de los productos del cerdo, siendo lo ideal que la matanza se hiciera después de una noche de helada. La dureza del trabajo que requería, contrariamente a otros más rutinarios, se soportaba con mejor ánimo ante la perspectiva de la fiesta que suponía la abundante comida con que se remataba el trabajo. A este ambiente festivo contribuía la satisfacción por llenar la despensa con las renovadas reservas para afrontar el año entrante, una vez agotadas semanas atrás las del año anterior. La matanza empezaba muy temprano en un día frío de noviembre o diciembre. El matarife llegaba casi al amanecer, se le ofrecía algo de comer con una copa de aguardiente y unas nueces, todo un rito repetido año tras año, para entrar en calor antes de iniciar la faena. Una vez más, eran las mujeres las que llevaban la peor parte, siendo una de sus tareas más desagradables el lavado en el río de las tripas que servirían para embutir los chorizos. Una vez limpias debían llenarlas a mano a través de un embudo. Luego, la comida ya era una fiesta. Cachelos con hígado o riñones o costillitas guisadas, rematando como postre las tradicionales “filloas” o crepes, tanto las negras hechas con la sangre del cerdo, como las tradicionales de harina de trigo, leche y huevos, rociadas todas ellas con azúcar. Por fin, después de semanas de escasez, terminado ya semanas atrás el cerdo del año anterior, se podía llenar el estómago a placer. Recuerdo esos momentos como de gran alegría colectiva, ya que venían invitados otros familiares y amigos o vecinos, que a su vez invitaban a su matanza. El buen comer, el trabajo ya terminado después de un duro día, bien justificaban la fiesta y la alegría.

El frío invernal estaba siempre presente y nos acompañaba cada hora del día y cada día sin excepción, salvo los momentos nocturnos alrededor del fuego. Los animales no ayunan, de forma que diariamente han de recibir su ración de alimento. Los cerdos tienen que comer su cocido y las vacas han de salir a pastar. Ir al monte en invierno era una dura obligación reservada a los niños y personas más jóvenes. Las heladas eran frecuentes y la humedad y el frío en pleno monte durante horas era una dura prueba para los más jóvenes que volvían a casa entumecidos de frío. El tibio sol, cuando lucía, apenas amortiguaba la humedad y frialdad ambiental en una época donde las lluvias y nieblas eran muy frecuentes, por no decir casi diarias. También en esa época solían las mujeres acudir a cortar el “outono” o hierba fresca para las vacas. Esta hierba crecía en prados próximos al río, que eran regados diariamente para acelerar el crecimiento del pasto, siendo siempre terrenos blandos, húmedos o incluso encharcados. La hierba estaba mojada, llevando las mujeres sobre la cabeza el gran haz cortado atado con una cuerda, un “feixe”, escurriendo la hierba su humedad sobre los hombros de la portadora cuya única protección era un simple y viejo mantón de lana en el mejor de los casos, ante la inexistencia de cualquier prenda impermeable. Al llegar a casa el único alivio era acercarse al fuero con las “chancas” o zuecos mojados, los calcetines empapados y la ropa húmeda o mojada, haciendo frío fuera y dentro de casa. Se secaban los calcetines al lado del fuego sobre los propios pies, al tiempo que se metían algunas brasas dentro de las “chancas” para que moviéndolas calentaran el interior sin quemarlo.

Cocina económica tradicional alimentada con leña
 

Las cocinas económicas, de hierro fundido, supusieron un gran avance para mejorar las condiciones de vida del hogar. En la época de mi niñez, a comienzos de los años cincuenta, creo que la mayoría de las casas ya contaban con este adelanto. Se podía cocinar con mayor comodidad, se aprovechaba mejor el calor, se calentaba el agua en el depósito de la propia cocina, por lo que siempre había agua caliente disponible para fregar los platos y utensilios de la cocina, o para cualquier otro uso, y el calor que irradiaba ocupaba toda la cocina y no solo el frente del cuerpo al sentarse ante el fuego. Aun tardarían muchos años en llegar el agua corriente y el vertido de aguas residuales. Afortunadamente la luz eléctrica llegó en esa misma época de mediados de los años cincuenta. Esos fueron los primeros avances de modernidad que recuerdo en el pueblo, la luz eléctrica y la cocina económica, además de la construcción de la primera y primitiva carretera.

Recuerdo que todavía en los años setenta hice un viaje a Armariz en el mes de noviembre para visitar a mi abuelo ya muy mayor y enfermo, y volví sentir nuevamente el dolor del frío, ya olvidado por mis años en la ciudad. Era una desagradable y permanente sensación del húmedo frío que no te abandona en todo el día salvo el refugio ocasional en una cocina moderna. Curiosamente solo me sentía confortablemente bien en los desplazamientos en coche con la calefacción calentando uniformemente el habitáculo del mismo. Nuestra hermosa y querida tierra con su verde permanente tiene este pequeño tributo invernal que en tiempos pasados fue una dura prueba para sus moradores. No es de extrañar que en la mayoría de las casas del pueblo sea la cocina la pieza esencial de la vida diaria, no solo para cocinar y comer sino como lugar de recepción de una visita o de la vida familiar, sin duda una reminiscencia de los años en que era el lugar más acogedor de la vivienda. Incluso en las viviendas más modernas la cocina tiene unas dimensiones sustancialmente mayores que las que he podido ver en el resto del territorio nacional.

Lareira tradicional en casa de labradores


En mis vivencias infantiles ha quedado fuertemente registrada esa dolorosa sensación del frío soportado, aunque yo no lo interpreto como algo esencialmente traumático. Como dice la sabiduría popular, todo lo que no mata endurece. Las dificultades superadas van creando una renovada capacidad de resistencia ante las nuevas adversidades de la vida, contribuyendo a aumentar la confianza en uno mismo y la autoestima. Por ejemplo, permite afrontar el servicio militar sin miedos, donde también tuve que soportar muy bajas temperaturas, calor, lluvia y otras condiciones extremas en los campamentos y prácticas de milicias. En otro orden de cosas, se puede acabar disfrutando de él en condiciones bien distintas, como ya indiqué al comienzo de este relato, por puro disfrute en la montaña y los deportes de invierno, donde he llegado estar a cerca de -20º.

Todo aquel que haya vivido en nuestros pueblos de Armariz o cualquier otra parroquia de Nogueira de Ramuín en los años cincuenta y décadas anteriores, habrá experimentado esta misma sensación de sufrimiento por el frío, muy difícil de combatir en la vida diaria del momento, aunque cada uno lo habrá vivido de forma distinta según su propia constitución y sensibilidad. Aunque en la vida de entonces había otros momentos duros de trabajo, reducían la penalidad al momento específico de ejecutar la labor, como por ejemplo el calor en la “malla”, pero son más puntuales y pasajeros. Para mí, definitivamente, el frío pasado es el único recuerdo negativo de mi niñez, hoy afortunadamente superado a nivel general y con muchos más medios para combatirlo al alcance de cualquiera.


 

Retrono con la pesada colada, aunque en este caso es en verano

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